Te miraba fijo y ahí nomás te perdías. Te mandaba como un fuego a la boca del estómago que bajaba hasta ahí. Si se daba vuelta, ya eras. O mejor dicho, había dejado de ser.
Pelo ensortijado negro, negro, negro, oscurísimo. Largo hasta las ancas. Algunos decían que si se lo llegase a planchar le llegaría a los tobillos. De cara no era perfecta, era salvaje. Nariz un poco aguileña que disimulaba con algunos bucles caídos al azar entre los ojos. El primer problema era ese: los ojos. Eran dos facas, dos luces negras, dos sombras, dos peligros. La boca fresca, grande, entreabierta.