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lunes, 24 de enero de 2011

MEMORIAS, por María Agustina Nahas, de Buenos Aires, Argentina


“Recorro el camino de tierra que dividía aquella pequeña explanada donde solíamos comer en las fiestas, y el lago artificial. Las dos líneas de árboles desnudos y sin hojas me hacen un pasillo tétrico y lúgubre. El cielo, de un gris dudoso, da la idea de cosas inciertas y de una gran confusión, perfecta para este momento.
A mi derecha, la naciente arboleda que había plantado yo mismo hacía meses atrás me recuerda todo lo que allí viví; pasé allí mis años de infancia, y parte de mi adolescencia, hasta que la inmadura rebeldía de un joven adulto me llevó a adentrarme en nuevos rumbos y abandonar por dos meses mi casa. Volví casado, para asentarme allí con mi esposa.
Desde que nací, el sol que siempre conocí nada más existía naciendo en el patio trasero, levantándose orgulloso tras el horizonte cubierto de extensiones y extensiones de tierra. Prácticamente todas las tardes de mi vida pude ver el sol descansar, taciturno, entre los árboles del frente, pintando el cielo de naranja y rosa. Las noches no eran noches si no sentía la inmensidad del infinito al ver sobre mí las incontables estrellas que, según mi padre me relataba, estaban llenas y llenas de mundos a su alrededor.
En este lugar pasé mi vida, con mi familia, con mis padres, mis hijos y hasta mis nietos. Aquí me crié, di mis primeros pasos, dije mis primeras palabras, y mi esposa dio a luz mi primer hijo; en esa casa mis hijos crecieron, y mis padres fallecieron. En la habitación principal vi morir al amor de mi vida, en el patio trasero vi crecer a mis nietos. En esta casa se ha desarrollado mi vida, esta casa es una parte sumamente importante para mí.
Miro a la izquierda y veo el lago. El cielo se ve reflejado, el agua esta en completa calma y el lago se encuentra espejado. Me acerco y observo con detenimiento mi reflejo. Mi rostro, surcado de arrugas, denota todos mis años vividos, mis vivencias, mis aventuras, mis experiencias y mis andanzas. No es que mi vida haya sido muy entretenida ni emocionante, sino que yo hice de cada pequeño suceso o evento una aventura, porque así lo quise, quise que mi vida fuera emocionante hasta en los más minúsculos detalles.
Ahora, mi vida llega a su fin, ¿para qué ocultarlo? No soy el mismo de antes, no estoy bien. Mi salud ha deteriorado, mi cuerpo no funciona como antes lo hacía. Estoy en el atardecer de mi vida, y no querría nada más. Tuve una vida larga y próspera, disfruté cada segundo como si fuera el último, viví lo que más pude sin abusar, fui valiente, no temerario, fui feliz, no eufórico.
Ahora, cuando mi cielo se tiñe de tonos rosas que darán paso a la noche de mi existencia, cuando se me acaba el camino, estoy solo. Si, solo. Mis hijos se concentran ahora en sus respectivas familias, y así debe ser: los padres deben estar pendientes de sus hijos hasta el último suspiro, y así como no dudo que ellos lo harán con sus hijos, yo lo haré con ellos. Y, como en cualquier película (sin intención de hacer una vulgar comparación entre mi vida y un deleite cinematográfico) ellos se darán cuenta de lo que yo era, cuando me vaya. No solo las cosas buenas, las cuales no acepto con facilidad puesto que mi modestia puede más que la voluntad de cualquiera, sino también las cosas malas, y todos mis defectos. Pero no pretendo que sea de otra manera, no quiero que ellos malgasten y desperdicien su juventud y vitalidad tratando de sacar adelante a este pobre viejo. No, quiero que vivan cada instante y lo aprovechen al máximo, porque la vida es un don preciado.
Y por esto, en este ocaso de mis días, no quiero continuar si todo terminará de todas formas. No me estoy rindiendo, no estoy renunciando a la vida como haría cualquier rebelde suicida que en la flor de su juventud da por terminada su existencia por razones banales, o sin fundamentos. La vida no me ha ganado la batalla, ni la guerra, como podría decir cualquiera que observa como doy por terminada mi vida. Pero ya he vivido mi vida, he disfrutado hasta el último instante, no he desperdiciado nada. Ahora, ahora que no me queda nada por vivir, que atardece y no tengo nadie con quien compartir el anaranjado de mi cielo… ¿de qué me sirve vivir? ¿De que me sirve esperar a esa caprichosa dama llamada muerta? ¿De qué me sirve prolongar mi partida? Llegó la hora de irme, de retornar con el amor de mi vida y dejar que nuestra descendencia crezca y nos enorgullezca como estoy seguro de que lo harán, mientras nosotros descansamos en paz, ella y yo, junto con las demás almas melancólicas pero pacíficas en nuestro eterno hogar.
Me despido, me despido del mundo porque éste es de los vivos, mientras mi alma ya está partiendo al más allá. Lo último que queda por decir, es que si en algún momento, cuando yo esté ya lejos, a mis queridos hijos les llega esto, ellos deben saber que yo los amo, y tomé la mejor decisión. No me recuerden como mártir, no me recuerden como suicida, no me recuerden como cobarde, no me recuerden como un estereotipo de algo que no soy. Deseo simplemente que me recuerden como lo que soy: su padre, un viejo tonto que nada más quiere dejarle la vida, a quienes todavía pueden vivirla.
Me tiraré a la sobra de un árbol, ahora a esperar que esa caprichosa dama seductora se digne a quitarme aquello que ya no deseo, mi vida, la cual aunque no prosiga, la conservaré conmigo siempre, porque los recuerdos ni la muerte me los quitará.”
Terminé de leer la carta de mi padre con lágrimas en los ojos. Abrí la puerta de un golpe, llorando desconsoladamente, corrí, corrí por los pasillos con la esperanza de que eso fuera un sueño, con el presente anhelo de que eso no fuese verdad, de que fuese una broma. Salí hacia el patio lateral, salté la pequeña valla, y atravesé la explanada. Y lo ví allí, con una sonrisa en el rostro a la sombra de un árbol, justo como lo había dicho. Un paro cardíaco minutos luego de que encontrara la carta, dijo el doctor.

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