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jueves, 3 de febrero de 2011

RITA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Rita no se había casado jamás y nadie en el barrio podía explicarse el motivo. A los trece era toda una mujer, espigada y morena, con unos inquietantes ojos marrones. Sino, que lo digan los muchachos de la fábrica de enfrente, que salían a almorzar con sus viandas en la vereda y la piropeaban de lo lindo. Ni hablar de sus compañeros de escuela. Todos estaban secretamente enamorados de ella, aunque no les llevara el apunte.
Su madre decía que la culpa la tenían los libros, porque desde chiquita le habían “sorbido el seso”. En el recreo, cuando las nenas de su edad jugaban al elástico o a la soga, Rita sacaba un libro de cuentos del portafolio de cuero. A los quince  empezaron los bailes  y sus amigas les rogaban a sus madres para que las acompañasen a la milonga del club. Pero ella prefería quedarse en casa para terminar de leer aquel libro de Faulkner.
Pensó en estudiar Letras, pero sus padres creyeron que la Universidad no era un lugar para mujeres y le insistieron para que fuese maestra. Ejerció varios años hasta que ambos murieron, y después pidió el pase como bibliotecaria. Enseguida descubrió que eso era lo suyo y se anotó en cuanto curso había, hasta que un concejal del barrio le consiguió un puestito que pagaba el Estado en una biblioteca popular de la sociedad de fomento de Billinghurst.
Mientras tanto tuvo alguno que otro novio, pero  a todos los espantaba con su cháchara literaria. A los veinte, fue testigo de civil de una amiga. A los treinta, madrina del primer hijo de otra. A los 35 empezó a disfrutar de sobrinos postizos y a dedicarle toda su energía al trabajo. Se pasaba el día en la biblioteca donde trabajaba, apenas a tres cuadras de su casa. Era un amplio salón anexo a la sede de una sociedad de fomento barrial. En los estantes de madera de pinos se acomodaban unos 500 libros donados por los vecinos.
Porque Rita había leído el poema de Borges y coincidía en que el paraíso tenía la forma de una biblioteca. Por eso, mientras sus amigas criaban hijos y mimaban a sus esposos, ella se dedicó a hacer crecer ese territorio de placer que le había sido confiado. En pocos meses conocía  al detalle cada libro del salón. No sólo recordaba el argumento y el autor, sino también datos menores como la fecha de edición o el tipo de encuadernación que tenía.
Así que fue por más y se dedicó a bombardear a las editoriales con cartas y mails hablándoles de aquel espacio de libros en un lugar remoto del Partido de San Martín que era la única posibilidad que tenían muchos vecinos de acceder a la cultura.  Enseguida,  empezaron a llegar donaciones con las últimas novedades del mercado.  Una recorrida por el barrio sumó nuevos socios y unos cuantos libros que los vecinos quisieron aportar a la sección de textos escolares que usaban cada tarde los pibes de las escuelas de la zona.
Semejante trajín le dejaba poco tiempo para ocuparse de otras cuestiones. Como tenía buena salud, apenas iba al médico. Llegó a los sesenta sin más males que una miopía que la obligaba  a usar anteojos. Comía frugalmente, algunas frutas o verduras que compraba en el supermercado chino, el único que estaba abierto cuando volvía a casa después de trabajar.
Una nochecita, cuando salía del supermercado, sintió que le daban un tirón y alguien corriendo se llevaba su cartera. Cayó al piso dando un grito y varios vecinos se acercaron a ayudarla. Entonces el quiosquero señaló hacia la esquina y salió disparado en esa dirección, dando voces para que atrapasen al ladrón.
Lo trajeron entre cuatro, a pesar de que no tenía quince años. Rita reconoció a  aquel pibe moreno. Alguna vez había acompañado a su hermanita menor a la biblioteca pero no se animaba a entrar. Se quedaba en la puerta, curioseando desde lejos, como si aquel lugar lo abrumase.
El quiosquero lo plantó frente a la gente y llamó a la comisaría, clamando por un castigo. Cuando llegó el patrullero, al pibe se la caían las lágrimas. Si fuese por ella, lo hubiera dejado ir, al fin y al cabo, había recuperado su cartera. Seguro que el susto le iba  a servir de escarmiento para no volver a hacerlo.
Pero los vecinos insistieron en que el barrio estaba cada vez más inseguro y muchos de los que robaban eran chicos como ése. Tenían que darles una señal. Rita dudó, pero finalmente aceptó. Siguieron semanas de declaraciones e idas y vueltas a la comisaría. Como no quería descuidar la biblioteca, se escapaba en la hora del almuerzo y para aguantar el plantón, llevaba algún libro para leer o un manojo de fichas para completar datos bibliográficos con su letra clara y prolija.
En una de las visitas a la comisaría se cruzó con el pibe aquel. La sorprendió su mirada fiera. Ya no era el que había llorado. “Unos días en el reformatorio le cambian la vida a cualquiera”, comentó el comisario, y le contó que como el padre no apareció cuando lo mandaron llamar, el pibe se pasó una semana en un correccional de menores. “Cuando el viejo apareció, se lo llevó enseguida. Pero dicen que lo coció a cinturonazos, para que escarmiente. Ese sí que no roba más”, concluyó el hombre.
Volvió a ver al pibe muy de tanto en tanto. Ya no acompañaba a la hermanita. Paraba con los amigos en la entrada de la estación, o en la esquina del supermercado chino. Y en cada encuentro la bibliotecaria percibió la misma fiereza en la mirada.
Aquel verano fue bastante caluroso. El alba encontraba a Rita en la terraza sin poder dormir, boqueando en busca de aire. Uno de aquellos días vio un resplandor a la distancia. Pero después del susto del robo, no se animó a salir a la calle. Cuando empezaba a clarear notó el humo. Y salió corriendo porque venía de la cuadra de la biblioteca.
Cuando llegó, encontró el edificio intacto, pero los libros estaban reducidos a cenizas todavía humeantes. Apenas algunas tapas arqueadas por el calor y el armario de metal donde guardaban las fichas sobrevivieron a la voracidad de las llamas. Un bombero, que llegó, alertado por los vecinos habló de un montón de plásticos fundidos que pudieron ser un bidón de combustible. Insistió en que le incendio había sido intencional. Rita recorría el salón, revolvía las cenizas, mientras las lágrimas iban dejando surcos en su rostro tiznado por el hollín. Entre los curiosos que miraban la escena, vio al pibe aquel. Otra vez la miraba con fiereza, pero ahora había satisfacción en sus ojos.

1 comentario:

  1. Me encanto, es una realidad dolorosa muy bien narrada.
    Felicidades, sigan adelante.
    Rita Cycen

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