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martes, 8 de marzo de 2011

EL PERRO DE LA PLAYA ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina


La Lucila del Mar a fines de febrero es lo más parecido a un paraíso en la tierra. Nos levantamos con la familia cerca de las once, desayunamos y preparamos el almuerzo para llevar a la playa. Los chicos se ponen el bronceador en casa y de acuerdo a las ganas que tengamos vamos a los balnearios del centro o a los del norte. El resultado es igual, porque no hay absolutamente nadie en ninguno de las dos. La diferencia es que en el primer caso hacemos las cinco cuadras caminando y en el segundo diez con el auto.
Llegamos al mar. Armamos la carpa, sacamos la reposera y los bizcochos. Yo me meto en el mar con mis chicas y mi mujer lee. El varón chiquito se anima hasta el borde y yo no lo fuerzo. A las dos viene el almuerzo y luego el dolce far niente hasta que se pone el sol. En la Lucila el sol no se pone en el mar, pero tiene como contrapartida amaneceres de antología y noches mágicas en las que caminás cuadras y cuadras y no te cruzás con un solo auto. La luz de la luna guía tus pasos, se siente el sonido de los eucaliptos mecidos por la brisa y a la noche, desde tu ventana escuchás el suave susurro del mar.
La Lucila de Mar a fines de febrero es lo más parecido a un paraíso en la tierra. Y como tantos otros, este año no fue la excepción.
Esa tarde éramos mi mujer y mis tres chicos. Dunas y menos de diez personas alrededor. A eso de las cuatro apareció un perro. Pulguiento, de la calle, atorrante. Comenzó tímidamente a jugar conmigo y después del primer bocado que le di, ya era mi abogado patrocinante. Los chicos se prendieron por un rato, pero a mí me parecía que la conexión era conmigo y nada más que conmigo. Lo miraba y algo me decía que el can leía mis pensamientos y yo los suyos. Tal vez era una idea mía, a lo mejor estaba insolado por la canícula que desbarataba mi cerebro a esa impiadosa hora de la tarde.
Comenzamos a jugar a que yo le tiraba cosas y él me las traía. Un palo, una botella, una pelota. Todo servía para que yo arrojase al mar los objetos y el me los trajese entre volteretas y ladridos, jugando cómplice. Tampoco me quedó claro quién inició el juego, pero también juraría que fue el perro el que me instigó a hacerlo. Luego de dos horas ya lo había bautizado como “Tigre” por el color de su pelo, y Tigre jugaba y saltaba sin descanso.
Media hora antes de irnos “Tigre” me lanzó una mirada extraña, de costado, casi preguntándome si quería algo en particular. De hecho me pareció que me estaba ofreciendo alguna cosa que había encontrado y no sabía bien si traérmela. Lo miré a los ojos e incliné yo también la cabeza como preguntándole que era, a lo que su instinto canino le hizo decirme algo así como “¿te lo traigo o no?”. Pues bien, asentí cada vez más alelado, pensando lo que podía hacer la mente de un animal y de una persona en conjunción. El perro salió disparado hacia unas dunas y no lo vi por un espacio de al menos dos minutos.
Cuando estaba casi por olvidar el asunto, vi un punto anaranjado recortándose en el horizonte, caminando con dificultad, por el problema que da acarrear un peso incómodo. A los tres metros vi que Tigre me traía algo que parecía una bolsa de arpillera pequeña. Con cara compungida y casi pidiéndome perdón depositó el regalo a mis pies. Se sentó y se me quedó mirando. Llevé al perro y a la bolsa adentro de la carpa, y la cerré. No sabía que encontraría y no quería que mi familia presenciara un pescado muerto, un agua viva, cualquier otra repugnancia que al perro se le habría ocurrido tomar. Lentamente abrí la bolsa y para mi asombro y asco dentro de ella había una mano humana. Reprimí el grito como pude. Estaba seccionada limpita desde la muñeca. A juzgar por su estado no tenía más de dos días y hasta llevaba en un dedo un anillo de oro.
Metí la mano asquerosa en la bolsa, tomándola del meñique y lo miré a Tigre, como preguntándole qué hacíamos. Tigre me miró y juro que asintió con el hocico, entrecerró los ojos y tomó la bolsa entre sus dientes. Me quedé como cinco minutos con la carne de gallina y pensando qué diría. Como una flecha me paré de golpe, avisé a la familia que nos íbamos, que eran cerca de las siete, desarmamos la carpa e hicimos los bolsos mientras esperaba con nervios que el perro regresase con otro regalo nauseabundo. Pero no ocurrió. Nos quedaban como cinco días y yo lo buscaba en la playa.
El resto de las noche mis sueños fueron en torno a ese can que había descubierto ese misterio y no tenía con quién compartirlo. La mano ni me afectó, sí lo que significaba. Pero como soy abogado y no policía desterré cualquier acción que manchara esas vacaciones perfectas.
Al mediodía antes de irnos fuimos de recorrida con el auto en torno a las playas de la rambla, como hacíamos todos los años a modo de despedida. Por un instante creí ver a Tigre que me saludaba. Tal vez era mi imaginación.

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