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jueves, 26 de mayo de 2011

EL AVIADOR ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina


Para Nancy, Clarisa, Leonardo, Anush, Federico, Guadalupe, Juan Pablo, Trinidad, Mario, Susana, Sergio, Claudia, Elizabeth, Peter, y miles más. Entrañable familia y amigos que lloran su pérdida.

Desde este 27 de abril pasado, un aviador amigo está con Antoine de Saint Exupery, volando por la Patagonia Argentina, haciendo piruetas y saludando a la gente con su mano. Desde ese día hay un hombre con casco, antiparras y bufanda blanca que surca los cielos de la Patria diciéndonos que no está sólo, que el cielo nos espera, que es feliz y que toca a las nubes con sus manos.
            José María no era sólo un militar, era principalmente un aviador. De esos que se encuentran pocos en la vida, de los que dejan una marca a fuego en el alma. José María era Chango, para los amigos y Chato para los camaradas. Había nacido en la noble patria de Urquiza, en las cuchillas de Entre Ríos. Tenía una risa franca, una sensibilidad fina, un humor especial. Era grande, de espaldas anchas y manos gruesas, acostumbrado a hacer asados con amigos, a eternizarlos entre copa y copa de vino, a matear hasta que se ponía el sol.
            Cuando empezó, allá por los lejanos años cincuenta, a él y a sus camaradas los llamaban de las otras fuerzas “esos locos que se suben a carretas que vuelan”. Estaba en él el espíritu de la aventura, del viento en la cara, de llegar más alto y más alto cada vez. Entre sus primeros logros estuvo el de integrar como Teniente la escuadrilla 46 de los precarios Gloster Meteor que sobrevolaban Rafaela, en Santa Fe, en los 60’s. Ya entonces tuvo el primer percance al desprenderse su tanque de combustible ventral. Luego de aterrizarlo en sanas condiciones se bajó del carchacho, pidió un mate y lanzó una gran carcajada.
            Fue instructor de aviones tan disímiles como los Pucará - auténtica y totalmente argentinos – en Reconquista, y de los sofisticados Mirages franceses.
            Los 80’ lo encontraron volando esos modernos y avanzados Mirages III, en el Escuadrón Mariano Moreno. Fueron dichos años que lo sorprendieron como agregado militar en Italia, desesperado por ir a combatir con sus muchachos de los escuadrones Comodoro Rivadavia y Río Gallegos, a los cuales - a todos sin excepción - había entrenado. Se salía de la vaina por ir a dispararles a los ingleses, sin poder hacer nada por regresar, porque sus superiores le pedían que se quedara allá.
            Su vida fue una aventura permanente. Cuando los militares se hicieron cargo del poder, lo nombraron nada más y nada menos que Ministro de Educación de Santa Fe - dada su fina cultura y esmerada formación- , pese a que él quería quedarse con sus hombres. Y duró nada más que seis meses, porque deseaba con toda su alma volver con ellos y tanto insistió, que al final los brigadieres aflojaron.
            Ayudó a escapar con vida al hijo de un librero, entre mucha otra gente, por estar sospechado de “actividades subversivas”, y jamás se le pudo comprobar una sola violación a los derechos humanos, porque José María creía en el poder de la palabra como todo republicano, porque llevaba en sus genes la más pura raza de militares democráticos que parió esta Patria.
            Lo quisieron procesar por la presunta desaparición de un soldado de su guarnición, cuando el muchacho apareció cuatro años después y confesó inocentemente que había desertado de la fuerza para escaparse detrás de unas polleras.
            Se retiró con grado de Brigadier, pero para nosotros siempre será nuestro aviador. A secas.
Largas tardes de asado y mate, nacionalista acérrimo y antiperonista, jamás osó siquiera levantarme la voz. Yo, peronista recalcitrante, refutaba sus datos y él los míos en una disputa retórica que era de antología. Ocasos verdes en esos menesteres, con altura, con cultura, con educación esmerada y con pasión. Un día me di cabal cuenta del maravilloso ser humano que era cuando me dijo: “Un peronista no puede ser inteligente como vos”. Fue el mejor halago que recibí en mis 44 años de vida. Ese día me di cuenta que había conocido al único militar argentino – en toda mi entera existencia – que creía que la patria es la gente, sin color, ni razas, ni religión, ni credo político o religioso. Sólo la gente. Que la Patria no son las nociones abstractas que nos enseñan los manuales militares sino lisa y llanamente, su gente y su pueblo. Y lo quise más aún todavía.
            Padre, queridísimo abuelo, entrañable amigo de sus amigos. Todavía lo escucho hoy, cuando yo llegaba a las reuniones y me decía con voz potente y socarrona – y estudiada ironía campestre -  «Carlitos, estábamos tan bien hasta que llegaste vos».
            Uno de sus últimos actos fue venderme un hermoso auto. Casi cero kilómetro. Él decía que le quedaba chico. Justo él que jamás supe como hacía para meterse en esos minúsculos cockpits, de esas naves de hojalata que surcaban el cielo a velocidades meteóricas. Cada vez que me subo a él, pienso en vos. No pasa un segundo de mi vida que no lo haga. Porque sé que en tu auto jamás me pasará nada, ni a mí ni a los míos.
            El 28 de abril de este año, un día después de su muerte, fue enterrado en el panteón militar de la Chacarita. Con todos los honores, como corresponde a un héroe de la Patria como él. La bandera sobre su cajón, el clarín tocando fúnebre, cuatro comodoros flanqueándolo y un brigadier diciendo las palabras finales.
            Hoy estás surcando los cielos de Argentina. En tu Pucará azul y blanco, saludando con la mano, con tu bufanda al viento. Diciéndonos a todos que mientras el país tenga hombres de armas como vos, no todo está perdido. No.
            Hasta siempre, Chango. Hasta siempre.

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