Se dijo frente al paisaje de colinas verdes y plácidas que mostraba la pantalla, que debía ir, aunque sea un ratito, que no podía faltar. Se recordó sus imposibilidades físicas y anímicas en tanto hacía su trabajo maquinal: seleccionar, copiar, pegar, guardar y vuelta a lo mismo otra vez.
--Sin embargo voy a ir, voy a ir, un cachito, así sea a mirar, no puedo no ir –volvió a afirmar—entretanto, como desde atrás de una cascada de agua turbia, escuchó la voz apagada, siempre monocorde, sin inflexiones, de su jefe que le decía algo.
Giró su cuello dolorido, acompañando el movimiento con los hombros y el resto del torso después, forzado por la artrosis que lo transformaba en el hombre de lata, semejante al de aquella película ingenua con Judy Garland de joven, de la que no recordaba el nombre.
Mecánicamente preguntó con cara de nada
--¿Sí?
Sabía la respuesta, siempre era la misma. Debía ejecutar alguna tontería que la impericia o abulia de su mandante le impedía hacer por sí mismo. Como siempre, se dijo para sus adentros
--¿Quién es, la Venus de Milo, que no tiene brazos?