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lunes, 11 de julio de 2011

AQUELLO QUE RETREPA, por Leo Sle, de Buenos Aires, Argentina


Se dijo frente al paisaje de colinas verdes y plácidas que mostraba la pantalla, que debía ir, aunque sea un ratito, que no podía faltar. Se recordó sus imposibilidades físicas y anímicas en tanto hacía su trabajo maquinal: seleccionar, copiar, pegar, guardar y vuelta a lo mismo otra vez.
--Sin embargo voy a ir, voy a ir, un cachito, así sea a mirar, no puedo no ir –volvió a afirmar—entretanto, como desde atrás de una cascada de agua turbia, escuchó la voz apagada, siempre monocorde, sin inflexiones, de su jefe que le decía algo.
Giró su cuello dolorido, acompañando el movimiento con los hombros y el resto del torso después, forzado por la artrosis que lo transformaba en el hombre de lata, semejante al de aquella película ingenua con Judy Garland de joven, de la que no recordaba el nombre.
Mecánicamente preguntó con cara de nada 
--¿Sí?
Sabía la respuesta, siempre era la misma. Debía ejecutar alguna tontería que la impericia o abulia de su mandante le impedía hacer por sí mismo. Como siempre, se dijo para sus adentros
--¿Quién es, la Venus de Milo, que no tiene brazos?
Camino al cuartito de la fotocopiadora, pues de eso se trataba, aprovechó para ir al baño y mientras orinaba con placer y alivio, se repitió definitivo --en el horario del almuerzo voy. Total es acá cerca, pispeo un poco y tengo tiempo de volver sin apuro.
Al rato aceptó el convite de una compañera y ambos pidieron por teléfono sendas ensaladas a un restaurante cercano.
Comió con verdadero apetito y se permitió un pancito negro, rechazando un postre que completaba el pedido, donándoselo a un vecino de escritorio, siempre deseoso de dulce.
--Total él es flaco como un arenque y no le va a hacer mal -- justificó.
A la hora debida, hizo una copia de seguridad de los archivos con los que trabajaba, como siempre hacía antes de salir, por las dudas; avisó, obtuvo un gesto neutro de su jefe que interpretó como conformidad, se levantó y  salió.
La tarde, agobiada de tensiones canalizaba el aire, las personas y el tránsito por la calle angosta de veredas igualmente estrechas, eternamente rotas, perpetuamente en arreglo.
Sorteando los montículos de tierra, los autos vociferantes, se dejó llevar por ese flujo hacia su objetivo. Todo iba para allá.
Poco antes de llegar a destino la corriente se bifurcaba. Tomó, no sin esfuerzo, la dirección correcta.
Habiendo llegado y viendo lo que esperaba ver se preguntó si había tenido sentido llegar a la plaza. Distraídamente pisó uno de los canteros. Sintió en la planta una rara sensación que no pudo definir pero que lo hizo desplazarse un poco.
Puso esta vez el otro pié sobre la gramilla, sintiendo una corriente que subía por su tobillo, corría por su pantorrilla y se detenía, aglomerada e inquieta, en la rodilla. Se hincó y levantando levemente el zapato, vio debajo nada más que pasto.
Fantaseó con las energías remanentes de los rastros que había coincidido en pisar (creía en esas cosas).
Miró a su alrededor y vio en los rostros anónimos, otros conocidos de antaño. Comenzó a concebir la idea de que pudiera ser que la huella pisada fuera alguna suya, antigua, olvidada.
Siguió mirando sin ver a su alrededor hasta que avistó a sus antiguos amigos, compañeros, camaradas, correligionarios, coautores de aquella historia, sus caras como caretas adheridas a los cuerpos desconocidos que lo rodeaban.
Supo que la impronta que había dado en pisar era una de las muchas suyas, junto a las de aquellos espectros de hoy, que otrora habían ido a ese sitio junto a él, a jugarse sus ideales, el futuro y hasta el pellejo.
La sensación inquietante mudó a placentera. Sintió que esas ansias no habían menguado dentro, que los queridos, los admirados, todos aquellos que no estaban ya, todos aquellos por los que no se animó a preguntar, estaban allí con sus  pasos junto a los suyos.
Esa grama pisoteada, le hablaba de la historia de su patria, de su generación, de sí mismo y  de un modo extraño y sensual, no deseaba que se fuera.
Levantó nuevamente la cabeza y percibió un leve destello o quizás un oscuro movimiento entre los uniformes azules, por delante. Alguien subió a un vehículo detenido, algún otro cambió de posición sus piernas o a lo mejor sus brazos. La vieja campana con su badajo gastado, hizo sonar el bronce como antaño, alertándolo.
Mecánicamente se levantó dejando sus rastros en soledad a merced de otras pisadas y comenzó a volver por la calle angosta y en sentido opuesto a la corriente de personas, sin correr  (sabia que en esos casos y en su condición física era lo peor).
A poco de andar, algo así como una cuadra, se vio rodeado de una multitud vocinglera que corría en su misma dirección, y a sus espaldas, el maldito humo blanco y picante que comenzaba a expandirse. Siguió al paso hasta llegar a lugar seguro; el calor y el agobio lo traspasaban.
A la hora prevista, regresó a su trabajo, refugiándose en la rutina adormecedora y el aire acondicionado que hacía pensar el mundo como un lugar digno de vivirse.
Con anticipación al horario habitual tuvieron permiso de salir para regresar a sus casas. Los rumores eran inciertos pero en cualquier caso, alarmantes.
Aquella curiosidad que bien conocía, lo había puesto en aprietos más de una vez pero lo seducía con su canto y, sin pensarlo salió a caminar. Guardaba la secreta esperanza de dar con alguno de esos conocidos de antaño, o al menos, desembarazarse de aquella indignación que le pesaba tanto.
Algo de su experiencia, aunque lejana, le hacía observar ciertas precauciones que otros transeúntes no guardaban. Allí donde había grupos nutridos no se acercaba, tampoco donde estuviera absolutamente solo, pues en cualquiera de los dos casos podía ser presa fácil.
Esto no le impidió ser testigo de aquello que secretamente deseaba no volver a ver, pero que sabía que vería, tarde o temprano.
Una anciana, sentada en el suelo, cerca del cantero donde había estado ese mediodía, se tomaba su cabeza cubierta por el pañuelo blanco, empapado y chorreando sangre de un tremendo tajo, frente a una cámara declaraba llorando:
-- ¡Por, qué! ¡Por, qué! Tengo dos hijos desaparecidos. He trabajado desde entonces por memoria, verdad y justicia. No he cejado. ¿Los últimos veinticinco años por la cloaca? ¿Todo igual? ¿Nada cambió?
Intentó consolarla ayudando a que se incorporase y abrazándola, contenedor.
Comenzó a caminar como un sonámbulo, apenas distinguiendo por dónde iba, pero no pudo impedir mirar en la vereda de enfrente a cuatro policías apaleando, con la sistematicidad de una línea de montaje a un hombre algo mayor que él, en tanto sujeta por los codos por un quinto mantenían alejada a una mujer joven, que intentaba inútilmente ayudarlo ¿su hija quizás?
Las teorías, que con tanta solvencia habían nutrido su entendimiento durante tanto tiempo, se deshicieron como copos de nieve sobre una hoguera. Cualquier explicación era insuficiente y ridícula.
Poco más allá, un jinete al que sus iguales azuzaban al grito de “¡Vamos Mataco, déle Mataco!” corría por detrás a un muchachito solitario en bicicleta. Al alcanzarlo, comenzó a darle con el látigo con la eficacia insensible de quien azota una alfombra. Realizó su tarea concienzudamente, dejó sobre el pavimento un guiñapo, tras lo cual giró buscando nuevos objetivos.
Siguió su periplo, observándose desde fuera de sí mismo sin entender. Vio un cascote en su mano y la proyección de la misma con el impulso de ese odio que no se explica.
Se vio correr junto a otro montón de personas en desbandada, para reagruparse espontáneamente en una esquina y vociferar contra las madres, hermanas, esposas y novias de aquellos de enfrente. Logró esquivar a dos de ellos vestidos de civil, que no pudiendo apresarlo,  lo hicieron con una mujer cuyos tacos muy altos le impedían correr. Esgrimiendo sus armas la arrastraron de los pelos hacia un auto sin chapa estacionado cerca.
Logró subir a un colectivo que pasaba, convencido de que era un envío del mismísimo Dios, en el cual no había creído durante tantos años. No imaginó que dentro, el ambiente era irrespirable pues habían lanzado tantos gases que el humo se había filtrado por los respiraderos del techo.
Siguiendo un trayecto sinuoso, obligado por múltiples obstáculos y tomando calles de contramano a riesgo de chocar, el vehículo se fue alejando del infierno.
En algún punto, no supo cuál, se bajó y pudo ver el cielo sin humo y la calle vagamente conocida.
Anduvo y anduvo, añorando sus propios pasos o aquéllos de sus amigos, de sus compañeros, que lo ampararan en ese exilio de sí mismo, temprano y solitario, hasta que su cadera le avisó que no podía más. Se las arregló para sentarse en un umbral desierto y, lo más importante,  se  ingenió para, al rato, pararse.
Nunca supo bien cómo fue que llegó a su casa, cruzando toda la ciudad. Se derrumbó en un sillón y por primera vez pudo llorar. Lo hizo en silencio, gimiendo suavemente cada tanto.
Recordó, y fue a buscar las palabras que mucho antes había escrito un amigo, que ya no estaba con  él para compartir nada. Y con ligeros surcos salobres sobre sus mejillas leyó:

PERMISO


Puedes parar un poco,
Que mane su sangre  la herida.
Esto no es una tregua, no.
Este mundo no acepta treguas.
Pero puedes aflojar tu pecho.
Puedes balbucir algo tonto.
Mientras tus amores perdidos,
Tus seres perdidos,
Tu vida perdida,
Tu patria perdida,
Tu ilusión perdida,
Se condensan en tus lágrimas
Que fluyen,
Ruedan y se quiebran
En los pliegues de tu piel gastada,
Pobre, arrogante, engreído y soberbio
Hombre.
Esta no es una tregua, no.
Tus permisos
También son parte de la lucha.

Por la ventana, oteó el amanecer, o un incendio, o lo que fuera aquello que retrepaba sobre el horizonte.

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