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jueves, 7 de julio de 2011

PUCHO QUE ME HICISTE MAL ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina

El pucho nos llegó de chicos, de cuando poníamos chapitas debajo de las vías del tranvía, de cuando tomábamos la leche de la botella de vidrio, de cuando las figuritas eran de lata. Nos habrá llegado a los 12 o 13 años. En una plaza de Barracas y de madrugada. Arturo le afanó a su tío Alberto los primeros Saratoga, fuertes como la mierda. Y en esa madrugada nos hicimos hombres de a pucho. Luego vendrían el debut sexual en el quilombo de Doña Rita, en el docke, las primeras novias, los primeros bailes en el centro con ambo, zapatos blancos y medias rojas. Pero lo que se dice “debut – debut”, lo dimos en aquélla plazoleta de la calle Jorge, entre toses y carcajadas.
            A todos nos quedó el vicio. Que se fue acrecentando con los años, las cuentas impagas y los embarazos. Estaban los que fumaban Imparciales, que te partían el pecho, y los soretes de a Chesterfield. A mí se me dio por los Kent, que compartía invariablemente con Lucho. Y Tito Pajarito empezó con los “Particulares”, negros, duros, al principio sin filtro. Después se pasó a los “Parissiennes”, pero él era de los negros. Era como Ford o Chivo. El se embarcaba en los puchos de macho, aunque a la noche escupiera mierda.
            Sobre los cuarenta y pico empezaron los chequeos médicos y en forma incipiente esta jodida manera que tiene la globalización de decirnos que no a los placeres. Primero, nos echaron del Británico, después de los “36 Billares”, luego de “La Academia”. No nos quedaba más remedio que puchear en el Tortoni, y eso cuando el salón fumador estaba abierto. Sino nos limitábamos a caminar por Avenida de Mayo, fasear hasta el final y arrojar la colilla con dos dedos, a lo malevo.
            Tiempo más tarde el Califa ya no podía jugar al tenis, Huevito no rendía con la jermu como antes, la cosa es que lenta e imperceptiblemente fueron cayendo los soldados. Como en una guerra química. Ni un balazo. Sobre los cincuenta y pico sólo Tito Pajarito y yo seguíamos dale que va con el cigarrillo. El resto había dejado.
            Al tiempo le detectaron un enfisema al Tano Brandán. Dos meses y a mirar los rabanitos de abajo en la Chacarita. Y lo mismo con otros tres de la barra. Ya le decían “EPOC”, neumonía, pulmonía, insuficiencia respiratoria y no sé qué cosas más. Llegaba la parca en forma de “papa” y no dejaba títere con cabeza. Cáncer de pulmón, del duro y jodido y a la mierda. Fuiste nene. Y eso que hacía años que los cinco habían dejado, pero no había caso.
            Quedamos Tito Pajarito y yo. Yo dejé cerca de los 65, él resistió un par de años más. Justo él que decía que la abuela había fumado hasta los 96 como una chimenea. Que los viejos fumaban como escuerzos y que no registraba un solo caso de cáncer de pulmón en toda su familia.
            La cosa es que ya sea por cagazo o presión social – lo mismo daba – Tito también dejó. Justo él que decía que era más fácil que se le cayera un piano en la cabeza y lo matase, que el pucho lo jodiese. Se lo debo haber escuchado como 100 veces. Me llamaba y decía “Vicente, es más fácil que me haga mierda un piano que el pucho me joda, andá a cagar”. Y andaba con esa muletilla por la vida como una verdad de fe, como esos mormones que te hinchan los huevos a la hora de la siesta, justo en el medio del polvo – capaz que el único del mes – con la patrona.
            El tema es que la cosa no estaba para joda. En 7 años se nos habían caído cinco, se habían partido los pulmones como dos carbones. Cinco muertos de cáncer de pulmón. Cinco muertos como perros, sin aire y pidiendo a los gritos ese último Marlboro.
            Tito y yo seguíamos, extrañando a los muchachos, entre parches de nicotina, chicles y fasos apagados en la mano que llevábamos orgullosos como estandartes de la última resistencia pasiva, como los Ghandis del puto aire puro. Nos encontrábamos con alguien que fumaba y ahí íbamos los dos viejos a olisquear como perros un hueso. Nos mataba ese olor delicioso del humo. Tito le agarraba el paquete con fasos al punto y le olfateaba hasta el último, como si fuera Chanel Nº 5.
            Y la vejez nos encontró en madrugadas, con un cuartito de vino, sin poder acompañarlo con una simple colilla. Éramos dos parias, dos mendigos de vicio en la tierra de los vicios.
            Hace una semana me llamó por teléfono y me contó su indeclinable decisión:
“– Mirá, Vicente, ya tenemos como 80 pirulos. Si no me mató hasta ahora, no me mata más. Y si me jode, al menos muero feliz, nene. Total para lo que nos queda. Mañana de mañana voy al kiosco de la esquina de casa y me fumo un paquete entero de paruchos. Si señor. Te lo juro”
            Yo le contesté que hiciera lo que quisiera, que ya era grande y boludo y que tal vez yo también hacía lo mismo, total el último chequeo que me había hecho en PAMI me había salido como a un pendejo de veinte.
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No me enteré de lo que pasó hasta bien entrada la noche. Pero cuando me lo contaron no lo pude creer. Estuve como un mes sin dormir y es el día de hoy que me levanto con pesadillas.
            El kiosco de cigarrillos de Tito estaba en la esquina, a una cuadra de la casa de él. A mitad de la calle donde él vivía había un edificio señorial, antiguo, de cerca de 10 pisos, con escaleras de mármol y esas cosas.
            El tema que justo en el momento en que Tito pasaba por allí, cuatro obreros estaban tratando de subir un piano al séptimo piso, pero por afuera, por los balcones, porque por la escalera no pasaba ni a ganchos.
            A uno de ellos, no sabe cómo, se le soltó la cuerda y el piano de cola negro recorrió los siete pisos que lo separaban del suelo en cuestión de segundos. Cayó sobre Tito como una maza, como un yunque de plata, como el martillo de Dios que le dijo “lo querías, lo tenés”. Tito volvía del kiosco, saboreando su pucho reprimido desde hacía años.
            Los enfermeros trataron infructuosamente de separarle el cigarrillo de entre su dedo índice y medio, pero les fue imposible, hasta que la viuda les dijo que ya estaba bien, que lo dejaran así.
            Lo enterramos con infinita tristeza y gran amargura. La mayoría de los familiares y amigos tiraron flores sobre su tumba.
            Yo, con un pucho entre mis labios, ladeado, como hacían los fiolos, elegí otra cosa. Hoy Tito descansa a cuatro metros bajo tierra, con flores y huesos pudriéndose en su tumba. Y un cartón de “Paruchos” que yo le tiré esa mañana.



1 comentario:

  1. Buenísimo, Carlos. Siempre dije que los pianos son nocivos, si no los prohíben de una vez, andá a saber cuánta más gente la queda...
    Un abrazote,Eliza

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