Esta página intenta ser un espacio multicultural donde todas las personas con inquietudes artísticas, en cualquier terreno que sea puedan publicar sus creaciones en forma libre y sin ningún tipo de censura. Son bienvenidas todas las muestras de las bellas artes que los lectores del blog nos quieran acercar. El único criterio válido es el de la expresividad, y todo aquél que desee mostrar sus aptitudes no tendrá ningún tipo de censura previa, reparos o correcciones. Este espacio pretende solamente ser un canal más donde los artistas de todas las latitudes de nuestra Iberoamérica puedan expresarse. Todas las colaboraciones serán recibidas ya sea en nuestro correo todaslasartes.argentina@gmail.com o bien en nuestra página en facebook denominada "Todas Las Artes Argentina" (Ir a http://www.facebook.com/profile.php?id=100001343757063). Tambièn pueden hacerse amigos de nuestra Página en Facebook yendo a https://www.facebook.com/pages/Todas-Las-Artes-Argentina/249871715069929

jueves, 4 de agosto de 2011

CON LA BOCA LLENA DE VERDADES, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina

Cuando hacía mucho frío, me gustaba meterme en una cabina de gas que todavía está en Misiones y Rivadavia. Era una fábrica enorme con montones de medidores. Pero los fueron sacando y quedó un hueco donde me acomodaba con mis cosas y pasaba la noche. Ahí guardaba unas cuantas mantas que encontré por la calle y una almohada apolillada.
            Si alguno me ganaba de mano y se metía en mi casilla, lo corría a las  patadas y a las  puteadas. Pero a veces el que estaba adentro estaba mamado o pasado de poxi y costaba despertarlo. Otras, eran pibes que la cana había rajado de adentro del cajero del Banco Provincia de Rivadavia. A esos no me animaba a echarlos. Prefería irme a la Recova y hacerle el tiro a alguna de las mujeres que duermen ahí. De a dos se duerme más calentito y ni hablar si se te acomoda al lado algún perro callejero.
De día mangueaba algunas monedas a los que pasaban o juntaba las cajas que tiraban los negocios de la zona y se las cambiaba a los cartoneros por algunos mangos. Yo sé que me cagaban y me daban menos todavía de lo que les pagaban a ellos los mayoristas, pero yo no necesitaba más. Unos pocos pesos me alcanzaban para comprar una bandeja de guiso y un tetra en el supermercado. Algunas vecinas que me conocían y me ofrecían las sobras de la comida.
            Una vieja estaba empeñada en reformarme. Quiere que me bañe, me pregunta si tuve una infancia triste. Me encantaría darle el gusto pero, en realidad, soy el producto de mis cagadas. Así, clarito. La dejé a mi mujer porque me calenté con una pendeja. Pero, como era de esperarse, la hija de puta me cambió por otro más joven en cuanto me empezó a ir mal. No tuve cabeza para los negocios y fundí la ferretería que me dejó mi viejo. Mi hermano quiso ayudarme pero le pedí que se metiese en sus cosas y nunca más lo volví a ver. Por eso ando en la calle y no valen para mí las almas generosas que quieren reformarme.
            El mundo es una mierda y es hora de que la gente se entere. A lo mejor algún boludo todavía no se dio cuenta y cree en el cuento de hadas de ayudarse unos a otros. Por eso durante un buen tiempo me ocupé de avivar giles. Cada mañana me instalaba en la Plaza Once, frente a la Recova, y me ponía a putear. Mis insultos no tenían límites porque los cagadores tampoco las tienen. A veces me la agarraba con la presidenta. Esa que sale en la tele gritando contra los periodistas, los opositores y los que la critican. Pero con ella caían los políticos que son iguales o peores. Cuando estaba en vena les largaba un rosario de insultos del que no se salvaban ni sus madres ni sus hijas.
            Otros días me cruzaba con alguno de los pastores que predican en la plaza y manguean a nombre del de arriba y les hacía saber que opinaba yo sobre los que lucran con la fe de unos pobres diablos que necesitan una cura para sus males o la certeza de que hay vida más allá de la muerte. Si alguno de los canas que andan por la plaza o la estación me llamaban la atención, caían en la volteada y los cagaba a puteadas por fachos, por violentos y por brutos. Claro que, cada tanto el comisario se calentaba y me hacía dormir a la sombra. Una vez, me molieron a palos, pero yo los seguía puteando más aunque los enfureciese. ¡Estaba tan enceguecido de bronca que la paliza no me dolía! Igual, no tenían muchos motivos para tenerme adentro, así que me soltaban a los pocos días.
            Hasta que me metí con la vieja ésa del edificio de Rivadavia. El hijo había sido concejal y ahora tenía una empresa de seguridad privada. Trabajaba para varias municipalidades y también para el Gobierno de la Ciudad. Decían que estaba muy conectado. Pero la madre era una turra. Fruncía la nariz cada vez que yo pasaba cerca y bufaba cuando me encontraba en la cola del súper de los chino comprando vino en cartón u cerveza suelta para no pagar el envase. Jamás me dio una moneda y más de una vez la ví empujar a los pibitos que dormían en el cajero que le pedían que les comprase un sanguche.
            Hacía montones de años que la doña vivía en el barrio. Todos le conocían las anécdotas de cuando salía con la bolsa de las compras y se metía en el telo de Jujuy con un amigo del marido. También contaban cómo lo cascaba a su pibe a la vuelta de la escuela, porque se portaba mal o traía malas notas.
            Un día me agarró cruzado y cuando se quejó de que estaba tirado en la vereda con el tetra al costado le solté una sarta de barrabasadas. No dije más que la verdad, que era una puta vieja y su hijo, un pelotudo al que le había ido bien en política, precisamente por pelotudo. No me olvidé de achacarle las veces que la hacía llorar a la mucama porque le misereaba las monedas para el pasaje del colectivo y cómo lo obligaba al portero a hacer de plomero, albañil, service de electrodomésticos, sin más pago que la promesa de “Mi hijo te va a saber agradecer”.
            Obvio que a la vieja no le gustó lo que le dije e hizo el aspaviento de que se iba a desmayar. Ahí vino a ayudar el vigilante de la esquina y el portero que vive ilusionado con que el hijo ex concejal le compense el servicio. La vieja empezó a hablar por celular desesperadamente, hay, sentada en la vereda y al rato cayó la ambulancia. Pero no era para ella, sino para mí. La muy turra había apelado a los contactos del “nene” para “limpiar” al loquito de la cuadra. Me trajeron al Borda y me dieron palazos para que tenga y guarde, y chaleco, y manguera y qué se yo cuantas cosas más. Pero yo seguía puteando a la vieja y al hijo pelotudo, y a los médicos del hospital dispuestos a creer que está loco un tipo que dice la verdad.
            “Hace más de un año que estoy aquí y no quiero salir”, cantaba Charly en mis épocas de joven. Pero a mí no me pasa eso. Cierto que acá tengo cama y comida pero todavía me quedan unas cuantas verdades para decir. Mientras tanto me desquito insultando a los médicos, las enfermeras y las pocas visitas que aparecen de vez en cuando. Con los pacientes no me meto. Esos sí que la tienen clara.

1 comentario:

  1. ¡Quien calla la locura silencia las verdades que no está dispuesto a escuchar! Nunca sé cuáles son las palabras indicadas para describrir los relatos que me gustan, pero me sentí atrapada y me encantó el realismo de este post.

    ResponderEliminar