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viernes, 12 de agosto de 2011

DESTINO DE HERMANAS, por Elizabeth Óliver de Ábalos de Motevideo, Uruguay

"Hace ya más de dos meses que estás ahí, Marisa, y todavía no me hice tiempo para ir a verte… vos sabés mejor que nadie cómo son las cosas, me tendría que hacer una escapada cuando Javier está en el trabajo y dejar todo pronto para que no se entere que salí. Creo que se da cuenta hasta cuando me pongo a pensar en vos. Hoy por lo menos, se fue al Estadio y me pude sentar a escribirte.
Lloro mucho ¿sabés? Yo entiendo todo, lo que hiciste y lo que dijiste, pero hubiera sido mejor si te quedabas callada… te habrían dado nueve años y seguro que en cinco estabas afuera. Pero le gritaste al Juez que Carlos merecía morir y que lo harías de nuevo si reviviera… ¿Por qué, Marisa? Tenés casi cuarenta años… ¿qué va a pasar dentro de treinta? ¿Cómo voy a estar yo aunque sea menor, con esta vida que llevo? Es un calvario igual al tuyo, me voy a ir desgastando al lado de Javier, como vos con Carlos, envejeciendo diez años cada uno que pase. Vos habrías  aguantado igual que yo, cualquier cosa y para siempre… Sólo detuviste tu tortura cuando presenciaste su traición descarada…
¿Por qué tuvimos que encontrarlos aquel día? Dos hermanas más unidas que nosotras no podían existir… ¿Te acordás de nuestro miedo? Teníamos exactamente los mismos gustos, y pensar que pudiéramos enamorarnos del mismo hombre nos aterraba. Una tendría que dar paso a la otra y alejarse para siempre… ¡separarnos! Nos atormentábamos hablando de ese tema y terminábamos abrazadas, llorando, sufriendo de antemano algo que tal vez nunca iba a pasar… Y no pasó. Cuando los vimos quedamos paralizadas; recuerdo tu expresión, como vos recordarás la mía. Ahí estaban aquellos muchachos varoniles, lindos, dicharacheros, tratando de conquistarnos…  Carlos y Javier… los mellizos. Eran iguales para cualquiera, pero vos supiste en ese instante que Carlos era el hombre de tu vida y yo supe que iba a amar a Javier para siempre.
La fantástica ilusión del amor eterno nos encandiló y las dos… ¡qué par de chiquilinas tontas e inexpertas!, fuimos entrando lentamente, en un claustro más asfixiante que ese presidio que hoy te encierra. Yo te ocultaba mi situación para no angustiarte… hasta el aniversario de bodas que festejamos juntos, cuando descubriste la zona amoratada en mi cuello, que no pude disimular con maquillaje… Pálida, separaste en silencio el flequillo espeso que estrenabas esa noche y me dejaste ver la herida en tu frente, oscura e hinchada… ¿Para qué seguir callando  ― dijiste ―  si estamos marcadas por el mismo destino? Ya habían pasado cinco años, demasiado tiempo. Y ese maldito amor, obligándonos a disimular, a ocultar… para no perjudicarlos…
No me aflige, Marisa, que estés encarcelada… ¡hace veinte años que perdiste la libertad! Lo que me duele es tu dolor… Sé que sufrís la traición del hombre que amaste… Sé que aun en tu bronca, lo seguís amando y te desespera que ya no esté… aunque comprendas que tampoco estará para lastimarte. ¿Cómo no voy a saberlo… si me siento mal porque yo conservo lo que vos perdiste? Javier es muy duro conmigo pero es un hombre fiel.
Voy a inventar algo los próximos días, no sé… puedo pedirle a la viejita de al lado que diga que se siente mal y quiere que yo la acompañe, ella te quiere mucho y me va a ayudar. Voy a ir a verte, te lo prometo.
Termino acá esta carta, quiero llevarla al kiosco de la plaza para que me la despachen rápido así la recibís mañana. Ya debe estar por terminar el partido. Caminaré tres cuadras más para esquivar el bar, tengo miedo que me vean y le cuenten a Javier que anduve sola por la calle de noche. Te mando todo mi cariño, un beso y un abrazo tan fuerte como el que nos daremos dentro de unos días. Claudia."
Puso el sobre y algo de dinero en el bolsillo de su chaqueta, cerró con llave y salió. En la puerta del edificio miró hacia todos lados, vio la calle desierta y apuró el paso, arrimada a los zaguanes para poder esconderse si aparecía algún vecino. Por la calle de atrás llegó a la esquina de la plaza. El kiosco se veía como en penumbras, del otro lado. Estaba muy oscuro, pero igual cruzaría por el centro para cortar camino.
Los faros de un auto iluminaron por un momento los troncos de los árboles y pudo ver una pareja recostada en uno de los últimos paraísos. Se desvió un poco, para pasar sin que la vieran, casi agachada por detrás de los matorrales.
El auto bordeó la plaza muy despacio; las luces alumbraron de frente y tuvo que detenerse, muy cerca de la pareja. Podía escuchar un jadeo de amor confiado en la soledad nocturna. Podía ver la silueta en movimiento de los dos cuerpos moldeando uno solo. Los faros, como una bengala que va cayendo lenta, le mostraron una camisa azul brillante deslizándose, un dorso, un brazo, y el rostro… de su marido.
Claudia se apretó la boca con las manos, ahogando un grito desesperado. Se quedó paralizada.  Cuando el auto se alejó, devolviendo la noche a la plaza, repasó el camino andado y muy lentamente, con la mirada perdida, volvió a su casa.
Dejó la chaqueta en un sillón y automáticamente, empezó a moverse por la casa. Tendió la mesa. Probó la cazuela que reposaba en la olla de barro, agregó sabores y la llevó al comedor. Encendió el televisor y se sentó. No podía ver otra imagen que aquella, la que había quedado grabada en sus retinas; pero no había llorado, ni contenido las lágrimas. Sólo esperaba, como cualquier otra noche, que llegara Javier a cenar.
Él entró, bastante desalineado, inventando un altercado con los hinchas contrarios en el Estadio. Destapó la olla y elogió el aroma: "Parece que hoy al fin sazonaste fuerte la comida, como me gusta". Se sentó a la mesa y Claudia le sirvió. "¿Y vos no comés?", le preguntó. "Sabés que me cae mal la comida tan sazonada, amor; siento el aroma y se me va el apetito. Después te acompaño con el café". Javier devoró su plato y volvió a servirse, complacido por aquella cena especial con que su esposa, inocentemente, había puesto broche de oro a su noche placentera.
Javier se desabrochó el pantalón. "¡Cómo comí! Llevame el cafecito al living, me voy a tirar en el sofá a ver televisión". Claudia levantó la mesa, entró a la cocina y cerró la puerta. Puso agua caliente y detergente en la pileta, sumergió los trastos, encendió el casetero portátil, lo configuró para repetir el primer tema y subió el volumen. Con el televisor prendido del otro lado y la puerta cerrada, podía oír "Humillación" sin que Javier protestara. Lavó los platos, se secó las manos y guardó todo. Abrió la puerta de servicio, se detuvo un momento y escuchó:

"Hoy que despierto frente a tu liviana pasión,
en mi conciencia que sintió de lleno el rigor,
brota a despecho de este amor que me envilece,
el grito rebelde de mi humillación."

Dejó atrás la puerta entornada y sin encender la luz, siguió por el pasillo hasta la salida. Todavía se oía el tango, lejano, como un susurro:

"Ansia torpe que me arrodilló
bajo el yugo de tu pretensión,
odio este amor que al doblegar mi entereza,
me rebajó… … …"

En un movimiento instintivo, su mano buscó la llave… No traía la chaqueta… había quedado sobre el sofá, con la carta en el bolsillo. Se encogió de hombros y siguió caminando, despacio, hacia la plaza, sin rodeos esta vez.
Pasó por delante del bar, donde aun estaban los amigos de Javier. No la llamaron, pero sintió que la nombraban. No los miró. Continuó a paso lento, indiferente. Cruzó la calle y se enfrentó al macizo oscuro de la plaza. El contorno de la arboleda, sin la luz del kiosco ya cerrado, formaba una enorme sombra compacta. 
Claudia siguió una cuadra y media rodeando la plaza y atravesó la calle frente al viejo edificio. Por las puertas abiertas se veía luz adentro, detrás de la cancel. Entró resuelta, ya no había nada que temer. Ante la mirada atónita del Oficial de Guardia, dijo: "Javier Santos murió esta noche… yo envenené su comida".
Cuando llegaron, "Humillación" continuaba repitiendo sus estrofas, en la cocina. El cuerpo de Javier yacía en el sofá, y al costado, la chaqueta de Claudia, con la carta que Marisa nunca recibió, emergiendo del bolsillo.
Al anochecer del otro día, las hermanas se fundían en el abrazo ansiado y prometido. Ya nadie podía a separarlas, estarían juntas para siempre.

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