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jueves, 18 de agosto de 2011

LA DESPEDIDA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina

El día que cumplió 65 años Antonio decidió que era tiempo de matarse. No es que fuese infeliz. En absoluto. Disfrutaba de un buen pasar económico, contaba con un grupo de amigos fieles. Tenía tres hijos maravillosos. La mayor, Laurita, hasta le había dado un nieto al que le gustaba sacar a pasear al cine en 3 D o al Museo de Ciencias Naturales a ver dinosaurios.
            Cierto que había perdido a Alicia, su compañera, hacía más de diez años. Se la llevó el cáncer después de hacerla sufrir más de lo necesario. Por eso su muerte fue un alivio para todos los que la amaron. El la extrañó horrores al principio, y después se fue acostumbrando a su ausencia.
            Pasados los 50, Antonio le cerró la puerta al amor y se dedicó al trabajo. Abrió una sucursal de su inmobiliaria en la zona norte y se animó a encarar sus propios proyectos de barrios cerrados y chacras de mar. La edad de jubilarse lo encontró con más dinero del que podía contar, una familia cariñosa que no permitía que pasase un solo domingo sin compañía y una barra de amigos incondicional, la de la cena de los viernes a la noche.
            Precisamente a ellos les confió, en una comida en Chiquilín,  su proyecto de “hacerse boleta”. Al principio no le creyeron. Pensaron que era una broma. ¡Justo él que tenía sobradas razones para disfrutar de la vida! No le faltaba guita, ni amistad ni familia y ni hablar de la salud, porque era un roble. Pero Tony argumentó el cansancio, las ganas de evitar el deterioro de la edad y el placer de poner en escena su propia muerte. Recordó aquella historia de Amaranta, la hermana menor de los Buendía, que murió el día en que decidió terminar de tejer su mortaja. 
            Les hizo jurar silencio a los muchachos de la barra y los invitó a ayudarlo a planear cada detalle. De mala gana ellos consintieron. Se lo debían, eran varones de ley y no podían fallarle al amigo. Así que empezaron a dedicar las cenas de los viernes a planear la despedida de Antonio.
            De entrada el hombre dejó bien en claro que no tenía ningún apuro. Prefería no dejar nada librado al azar o hecho a las apuradas. Lo primero fue organizar el futuro. Asesorado por su abogado se enteró de que no hacía falta un testamento ya que la ley establecía claramente como se repartirían sus bienes. Escribió un puñado de cartas para que sus hijos reconociesen la letra y la tinta de su lapicera fuente que se negaba a abandonar. En una les recomendó mantener a los administradores de sus empresas y apostar al negocio de los condominios en la costa del Paraná. Sumó mensajes personales para cada uno de sus hijos explicándoles que los quería, que era completamente feliz y se iba porque no tenía ya más que pedirle a la vida.
            Volvió a evocar a Amaranta Buendía y visitó varias casas de sepelios para planear el suyo. Se presentó como un hombre previsor y averiguó si podía pagar su entierro por adelantado y quizás dejar algunas instrucciones sobre cómo lo quería. Le dijeron que era una práctica frecuente y le ofrecieron catálogos para definir el ataúd, la sala velatoria y el cementerio parque donde descansarían sus restos. Eligió una ceremonia sencilla, sin flores ni sacerdotes en la que los que lo conocieron pudiesen decir unas palabras en su recuerdo. Pidió que hubiese música de Bach. Sublime, beatífica y conveniente.
            Definir el cómo y el dónde le llevó un poco más de tiempo. Siempre se había imaginado una muerte serena, algo así como el comienzo de un sueño un poco más prolongado, en su propia cama. Pero puesto a fantasear Antonio exploró nuevas posibilidades. Los muchachos de la cena de los viernes le acercaron opciones a la altura de su proyecto: tirarse desde el Golden Gate, o alguna pasarela de las cataratas del Niágara. Quizás un recodo del Ganges donde su cuerpo pudiese flotar eternamente. Le contaron de una isla en Venezuela que era el paraíso de los que morían por propia voluntad. Se iban mirando el mar turquesa en medio de un vergel de flores multicolores. Prefirió algo más autóctono e indagó en el final de los suicidas famosos de estas pampas. Internarse en el mar como Alfonsina, o despedirse en la selva misionera, como Horacio Quiroga. O en su propia casa, como la Pizarnik. Con una buena dosis de Seconal.
            Una noticia publicada en el diario sobre la reapertura del recreo El Tropezón, en el Delta le recordó el suicidio de Lugones. Evocó sus “Odas seculares” y sus “Romances de Río Seco” más que su trayectoria política y pensó que se merecía el destino del poeta. Dejarse ir bebiendo  whisky y cianuro oyendo el rumor del Paraná. Quizás leyendo algún poema de Lugones. ¡Qué podía ser mejor!
            Los muchachos de los viernes le sugirieron arreglar sus cuentas con Dios. Antonio se confesó agnóstico pero armó su propia cosmogonía entre las que proponían los credos tradicionales. Se convenció de que había un cielo donde se reencontraría con Alicia y juntos esperarían a sus hijos. Un lugar donde sólo cabía estar mejor, pero libre de deidades que se considerasen las dueñas del terreno.
            Con la decisión tomada Tony dedicó varios meses a disfrutar de su nieto. Quería dejarle el mejor recuerdo. Se anotó en una milonga de la calle Humberto Primo para sacarse el gusto de guiar a una percanta en los entreveros del 2 X 4. Durante los siguientes seis meses se dio el gusto de transgredir lo que las buenas costumbres,  las reglas de urbanidad y los consejos médicos prescribían para un hombre de su edad. Sexo, alcohol y manjares de lo más estrambóticos. No le preocuparon el SIDA, la cirrosis ni el colesterol ya que había elegido el cómo y el cuándo se iba a despedir del mundo. Se fijó el plazo de un año. Sus amigos imaginaron que el vértigo de placeres iba a convencerlo de las bondades de la vida terrena, pero se equivocaron. Antonio se quedó convencido de que no le quedaba nada por probar y que podía irse en paz, a lo grande, junto al Paraná como tenía planeado. Era el último gusto que se quería dar.
            Lo mató un 98 que hacía, casi sin frenos, el trayecto Once-Berazategui. Fue una tarde de primavera, cuando iba a buscar a su nieto para ir a ver dinosaurios. La familia le organizó un sepelio a las corridas. Los muchachos de los viernes se hicieron presentes, pero prefirieron no hablar de los planes de Tony. Sólo pidieron que en el velorio pusiesen música de Bach.

2 comentarios:

  1. Muy bueno . Imprevisto final . Es que con la Parca no se puede hacer tratos.
    Saludos.
    amelia arellano

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