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miércoles, 28 de septiembre de 2011

MIS CONVERSACIONES CON AZORÍN. LA AMISTAD, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España

Dijeron por la televisión, la radio y la prensa, que no iba a llover, que las temperaturas se iban a mantener estacionarias; es decir que continuaría haciendo calor, y que íbamos a gozar del sol durante un par de semanas más. Yo estaba un poco cansado de tanto calor, aunque, desde luego, no se llegó, en noviembre y diciembre, a las altas temperaturas de agosto. Pero aun así, no hacía nada de frío. Cuando salí a la calle, el sol se anunciaba ya por el oriente. No obstante, cogí el paraguas. Poco después me encontraba con el maestro, con abrigo y sombrero. Nos saludamos afectuosamente. Y comenzamos a caminar y a charlar.
-Azorín, dígame, ¿qué es para usted la amistad?
-Tal vez la coincidencia de sentimientos y actitudes ante la vida de dos o más personas, que están cercanas.
-¿Puede usted ser amigo de una persona que discrepa de usted?
-Claro. Una de las partes más importantes de la amistad es la tolerancia, cosa que, cada día que pasa, se da en menor cantidad e intensidad... No sé, de la forma que camina el mundo, podíamos definir la amistad actual como tener en cuenta la mera existencia de un par de personas.
-Un poco pobre y limitado, ¿no le parece?
-Sí, tiene usted razón; pero es que el mundo se está empobreciendo cada día más. El concepto de amistad, por lo tanto, no es el mismo aquí que en la Grecia clásica.
-Eso es indiscutible. Tampoco tenemos la misma concepción del amor.
-Sí, es cierto. Las circunstancias no son las mismas. ¿No le ha llamado a usted la atención el respeto que se tenía en la Grecia clásica por el huésped?
-Sí; pero, claro, no había hoteles, ni hospederías.
-¿Y no cree usted que esa confianza no siempre sería igual y que no daría pie, en alguna que otra ocasión, a más de un abuso?
-Tenemos el claro ejemplo del antepasado de Layo, y la maldición, que se cumple con Edipo. Sí, claro que daría pie a todo tipo de abusos. No en vano la filosofía griega, la música, el teatro, todo, busca sempiternamente el equilibrio.
-Y si definimos al hombre por su búsqueda, eso es precisamente lo que no tenían los griegos. Sería absurdo buscar lo que ya se tiene, ¿no le parece?
-Por supuesto. ¿Se habla en la literatura griega de la amistad?
-Pues en este momento no sabría responderle. No obstante, creo que se habla más de relaciones familiares, de relaciones amo-sirviente o esclavo, que de otra cosa. Y, además, la amistad en Grecia tiene un matiz erótico que no se da en nuestra sociedad. Teniendo en cuenta ese erotismo, se habla de la amistad ya en la misma Ilíada.
-¿Se ha planteado en alguna literatura la amistad como tema?
-Sí, por supuesto. En El conde Lucanor tiene usted un precioso cuento al respecto. El titulado “De lo que contençió a uno que provava sus amigos.” Recordará que dicho cuento, además, es de tradición oriental. Y uno de los más extendidos de la literatura universal. Aunque usted me dirá que no es realista.
-No lo es, por supuesto, aunque es un problema que no debe preocuparnos, al menos en este momento. Creo que el cuento de don Juan Manuel, una parábola al fin y al cabo, es inquietante no porque defina la amistad, sino porque plantea un serio conflicto, bastante grave desde mi punto de vista.
-Efectivamente. Es una narración inquietante. Deja una gran pregunta en el aire. Supongo que se referirá usted a la pregunta de ¿hasta dónde puede o debe llegar la amistad? O dicho de otra forma, si un amigo nuestro cometiera un crimen, y nos pidiera que lo ocultáramos, ¿deberíamos hacerlo o ir a la policía y denunciarlo? ¿Qué cree usted?
-Yo, Azorín, iría a la policía, sin dudarlo.
-¿Me permite usted que sea inquisitivo?
-Adelante.
-¿Iría usted porque cree que es su deber como ciudadano o por evitarse problemas y no verse involucrado en un crimen?
-Por esto último.
-¿Y considera que eso es amistad?
-No considero que sea amistad hacer cargar a otra persona con los crímenes propios. En esas y parecidas circunstancias, surge la desconfianza. Y quién sabe si la confesión al amigo del propio crimen no lleva aparejada una coartada, un engaño...
-La desconfianza es un sentimiento más fuerte que la amistad.
-Sí, no se lo niego. Pero también le puedo responder a la pregunta desde un punto de vista filosófico y un poco más virtuoso, por decirlo de alguna manera.
-Ya. No salimos del ámbito del Mediterráneo. ¿Me equivoco?
-No, no se equivoca usted. Le hablo de Sócrates. Como usted sabe, dice el sabio griego que la persona virtuosa es feliz con el castigo cuando reconoce que ha hecho algo mal. La justicia lo restituye a la sociedad, o a la virtud. De ahí la importancia de las leyes, y de su cumplimiento. La importancia del castigo.
-No obstante, si acusara a su amigo, si lo denunciara, la sociedad lo vería a usted como a un hipócrita.
-Cada uno, Azorín, ve en los demás lo que es él mismo. Pero la inmensa mayoría de los hombres hubieran hecho lo que hizo Calisto: olvidar a Pármeno y Sempronio y acudir a la cita con la dulce Melibea.
-¿Y le parece a usted correcto? Sí, ya sé lo que me va a decir: que de no ser así, nos quedamos sin el planto de Pleberio.
-Siempre he dicho que da gusto hablar con gente inteligente.
-Me halaga usted. Permítame: antes de que se me olvide. Cuando ha dicho que cada uno ve en los otros lo que es él mismo, me ha recordado usted una cita de Gracián: “quien se burla, tal vez se confiesa”.
-Pues eso mismo. Pero no me desvío. No, no lo halago a usted, Azorín. Una de las cosas buenas que he hecho en mi vida ha sido releer las obras de usted.
-¡Hombre, por Dios! Algo mejor habrá hecho en este valle de lágrimas. No sea usted tan negativo.
-Bueno, da lo mismo. Quiero decir que la relectura de algunos de sus libros, me ha llevado a releer libros de los que usted habla con cierta frecuencia.
-Sí, ya me lo dijo el otro día: a la pobre doña Emilia la ha bajado usted del pedestal.
-Bueno, Azorín, ni usted ni yo somos Pérez Galdós, así que con doña Emilia no se acaba el mundo.
-¡Vaya, vaya! Como usted sabrá a don Benito tampoco se le terminó cuando se acabaron sus relaciones con ella.
-No sé lo que le vio este hombre; pero para los gustos están los colores.
-Recuerde al Arcipreste: Las propiedades que las dueñas chicas han.
-Lo recuerdo, lo recuerdo.
-¡Dios mío! ¿Se ha dado cuenta usted de a dónde nos llevan nuestras conversaciones?
-Sí. Y con su permiso retomo la discusión, al menos en su última parte.
-Hágalo, por favor.
-¿Se acuerda usted de la cantidad de tinta y papel que se ha gastado intentando dilucidar por qué Calisto no se casa con Melibea?
-Sí, me acuerdo. Y de algunas teorías que hay al respecto. Él es judío converso, ella es cristiana vieja... yo creo que la respuesta es más sencilla que todo eso: si Calisto se casa con Melibea, no hay Celestina, ¿no le parece a usted?
-Totalmente de acuerdo. Pero ahora interviene usted.
-Me tiene usted intrigado.
-Gracias a sus libros volví a leer a Molière.
-¡Ah, mi buen amigo! Claro, ya sé por dónde va usted.
-Las mujeres sabias, las preciosas ridículas, los salones parisinos del siglo XVII, que ridiculiza Molière, son, o pueden ser, una continuación de las cortes de amor de María de Francia; un intento de revivir el amor cortés, todo aquello descrito por Capellanus en De amore.
-Efectivamente. Por eso mismo en Las preciosas ridículas, las dos protagonistas no quieren casarse: sus pretendientes han empezado la relación pidiendo el matrimonio: no han seguido los pasos del trovador, del verdadero amante. Como dicen ellas, han comenzado la novela por el final.
-¿Y no le parece, por lo tanto, que Calisto es otro Quijote, un personaje que en el siglo XV intenta vivir como si estuviera en el siglo XII o XIII? ¿No será la forma de plantear su amor un planteamiento anacrónico por muy carnal que sea?
-Es posible, querido amigo. Pero no se deje llevar por la pasión. En su razonamiento hay un fallo terrible.
-Me lo temía.
-Lo siento. Pero usted sabe que en las cortes de amor no había Celestinas, ni trotaconventos. Había, por el contrario, celosos.
-Tiene usted razón. Como siempre.
-Tenemos la fuente a pocos metros. Bebamos agua, querido amigo, y sigamos conversando en tanto nos lo permita el tiempo.
-Sea así.
-Al final, y como siempre, no me ha dicho usted nada de la amistad.
-Lo dejamos para otro día si no le molesta.
-En absoluto. Pero permítame una pregunta. ¿Tiene usted buenos amigos?
-Yo diría que sí. Pero en caso de matar a alguien, que no ha lugar, no iría a implorar su ayuda.
-No lo creo a usted capaz de matar a nadie.
-No se fíe.
-Lo tendré en cuenta.
-Me va a permitir que termine la conversación sobre la amistad con un refrán.
-Sancho Panza y usted serían amigos de por vida.
-Pues se lo dedico a él: “Al amigo y al caballo, no cansallo.”
Azorín, sonriendo, se inclinó sobre el caño para beber agua. Estaba caliente, como era de esperar. Yo también me incliné: siempre va bien beber después de una larga conversación.

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