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jueves, 3 de noviembre de 2011

ADA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


A mi amiga Silvia, con todo amor

Ada había nacido con un don para decir. Así como alguna gente llega al mundo con un talento especial para la danza, otros sólo pueden dimensionar la vida a través de los números y unos cuantos sueñan día y noche con acumular poder, Ada sabía decir bien. Adoraba jugar con las palabras, nombrarlas una y otra vez, hasta darles el tono adecuado, hasta encontrar la inflexión precisa para causar con ella alegría o espanto, ternura o admiración. Daba lo mismo que fuese el relato de cómo había estado su día en la escuela, el último capítulo de un radioteatro o una historia imaginada de pe a pa. Ella podía narrarla para conmover al que la oyese.
            Ni bien entró en la escuela primaria, las maestras se entusiasmaron con sus dotes. Desde primero inferior se convirtió en la protagonista excluyente de los actos escolares. Allí estaba ella sobre el escenario contando las hazañas del Santo de la Espada o recordando la obra del Padre del aula, Sarmiento inmortal.
            El entusiasmo por construir bellas realidades con palabras, también absorbía sus ratos libres. Cada tarde, Ada recorría su libro de lectura y memorizaba el poema a la madre de Olegario Víctor Andrade, el romance aquel de la niña negra de Luis Cané o los versos de una madre que pide que no vuelvan golondrina a su niña, de Gabriela Mistral.
            Su timidez natural se esfumaba como por encanto cada vez que tenía la oportunidad de recitar. Sucedía en los actos, en las clases de Lengua o incluso aquella vez que el inspector general y el Ministro de Educación de la provincia visitaron la escuela. La nena había llevado el delantal con tablas almidonadas y dos grandes moños en las trenzas. Evocó ante los distinguidos funcionarios una hazaña del Cid recreada por Rubén Darío.
            Los versos enternecieron al Ministro que aplaudió entusiasmado y regaló a la recitadora un libro de cuentos. Pocas semanas más tarde llegó al colegio el ofrecimiento de una beca para que Ada pudiese seguir estudiando en París. Pero la chica no se animó a dejar a su madre viuda y guardó los poemas en el baúl de los recuerdos. Los sacaba a la luz, muy de vez en cuando, para consolarse en los momentos de tristeza o entretener a algún vecinito en una tarde de lluvia. Algunos años más tarde, ya de novia con Eduardo, se llegó hasta Radio El Mundo para recitar a Amado Nervo y ganó un juego de platos que formó parte de su ajuar de bodas.
            Los poemas y narraciones volvieron cuando nacieron sus hijos. En vez de canciones, a ambos los acunó con los versos de su infancia, con las historias de hadas y duendes que había aprendido en la escuela. Leía o recitaba hasta que el sueño los vencía para llevarlos a esos extraños mundos que las palabras de mamá creaban para ellos. Silvia y Sergio crecieron amparados por la dulzura de su voz, y aprendieron el efecto sanador de las palabras.
            Pero un día Ada se fue y los dejó en silencio. Desde entones la buscan en poemas y cuentos, sonetos y endecasílabos y recorren sus libros para atrapar vestigios del mundo que ella creó para ellos. A veces, intuyen el eco de su voz en un pasaje de un cuento de Andersen o algún verso de García Lorca y entienden que esos sonidos son la maravillosa herencia que su madre les dejó.

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