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viernes, 4 de noviembre de 2011

CUANDO SOY UN BUEN PERRO, A VECES ME TIRAN UN HUESO, por Irene Avilés, de Buenos Aires, Argentina


“Cuando soy un buen perro, a veces me tiran un hueso”, (Pink Floyd - The Wall)

El viejo estaba cansado, sentado en el banco de la plaza tan linda de su barrio mientras los perros disfrutaban de pasto y libertad, liberados de sus correas.
Los miró y no pudo evitar que su mente retrocediera en el tiempo: en lugar de los animalitos vió al niño jugando a la pelota con él, padre joven pero con su tristeza escondida, disimulada con tremendo esfuerzo para no entristecer a su hijo.
Su hijo sin madre le dolía más que él mismo sin mujer o con mujer muerta, tenía que aceptarlo.

En aquellos momentos se decía que la muerte había sido injusta, cruel, pero ahora sabía que si su esposa viviera le diría que ambos deberían desear la muerte como una liberación.
Sin duda era injusto con su destino y con su hijo ¡Que ir y venir de sentimientos! ¡Que confundido se sentía ante la vida!
Después de todo ¿De qué se podía quejar? Vivía como un Rey, hermosa casa, buen pasar, una señora que hacía años los atendía a los dos. Algunos amigos, no demasiados, con los cuales compartía buenos momentos, cenas, cafés, cine o teatro.
Leía mucho y desde que se jubiló viajaba con alguno de ellos bastante seguido.
Su hijo ya era grande, exitoso en su trabajo, lindo ¡Un galán! ¿Porque no se casaba?
Siempre de mujer en mujer, ninguna lo satisfacía, una vez se animó a preguntarle pero se encontró con una respuesta que lo dejó sorprendido y sin lugar para volver sobre el tema: él no lograba querer a ninguna, ni le interesaba quererlas, ellas pedían amor así que ¿Para qué se habría de casar?
Recordó el nudo en la garganta que impidió toda réplica de su parte, es que el niño, el adolescente, el joven y el adulto había recibido de su parte y de la poca familia que le quedó, una catarata de amor, de cariño, toda clase de atenciones y cuidados. No podía entender como no sabía sentir amor, como no podía dar amor a nadie.
Y en ese momento cayó en la cuenta que a el tampoco le demostraba amor, nunca lo hizo y “papito” ocupado en dar no se preocupó de recibir.
Por eso estaba tan cansado, cansado de pensar, de buscar respuestas que remediaran un poquito, tan solo un poquito tanto dolor.
Tenía ganas de irse pero los perros se veían tan felices jugando en el parquecito, además aún había como una hora de sol antes que anocheciera.
Se sobresaltó de tal manera que dio un respingo en el banco ¡Los perros! Su hijo adoraba a los perros, eso sí, papá era el encargado de llevarlos al veterinario, bañarlos, pasearlos, darles de comer y todo otro cuidado que requirieran en ausencia del dueño, pero cuándo él llegaba le saltaban encima como si fuera el único ser sobre la tierra que merecía el amor de ellos  y es que ese amor era recíproco, los mimos y caricias era amor hacia los perros.
¡Su hijo amaba a los perros! ¡Qué hijo de puta! Perdoname Carolina pero pariste un hijo de puta, dejaste la vida al pedo.
Y se hizo noche.
Entró en la casa y le sorprendió el silencio y, sobre todo, que no salieran a recibirle, los llamó pero no hubo respuesta, ya inquieto y a pesar de la hora tardía golpeó en la puerta de la habitación de Julia, la mujer se asomó
– Señor lo estaba esperando, no me acosté porque estoy preocupada, cuando volví del Súper no estaba el señor Esteban ni los perros y ya es tarde ¿Le habrá pasado algo a su papá? –
No se preocupe, Julia, voy a la plaza y si no están allí después veré que hago, en el barrio todos conocen a mis perros no pueden perderse, además tienen los datos en los collares.
Al llegar a la puerta escuchó que arañaban la madera y el llanto de los perros que pedían entrar, aliviado les abrió.
Saltaron sobre él cubriéndole de mimos, contentos los pobres animales de encontrar a su dueño, de volver a la casa que tan bien los cobijaba. Entonces se dio cuenta que entre los suyos había un perro más, un ovejero alemán hermosísimo y desesperado por recibir la misma atención que los otros, o así le pareció al hombre.
Se dio cuenta que Julia estaba detrás suyo y le dijo
- ¡Fíjese que belleza de animal, estoy pensando en quedármelo. Mire Julia mañana no iré a la Empresa para poder llevarlos a todos al veterinario, especialmente al mimoso nuevo ¿Cómo te voy a llamar mi amor? ¿Qué le parece Julia?
Pero Julia le preguntó - ¿Y su papá, señor Evaristo?
Evaristo, con la mirada perdida le contestó ¡No sé!
Entonces Evaristo vio a Julia levantar los dos bolsos que estaban a sus pies, abrir la puerta y con un desprecio inconcebible en alguien que no era más que la persona de servicio la cerró tan brutalmente que la casa tembló y los animales acudieron a rodearlo, asustados sin duda ante tamaño despropósito.
¡Bueno chicos a comer, después un huesito para que se entretengan antes de dormir y mañana será otro día.

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