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domingo, 8 de abril de 2012

DON JOSE ® NOVELA, POR CARLOS ALEJANDRO NAHAS. CAPITULO 5. UNA NUEVA ESPERANZA

“El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”.
Roberto Arlt

Cuando Carlos se enfrentó con la responsabilidad del negocio supo inmediatamente que su lugar no estaba ni nunca estaría allí. Día a día llegaba gente de la colectividad con pagarés, cheques y servilletas. Todo firmado por su padre. Deudas, deudas y más deudas. Al principio creyó que se podría rescatar algo. Puso a su esposa Irene y a una amiga, Mercedes, durante medio día al frente del negocio y se abocó a la tarea ímproba de renegociar pagarés, buscar fondos entre amigos, hacer algo.
Pronto vio que su tarea era infructuosa. Con prontitud se vendió la casa familiar, que alcanzó a duras penas a pagar alguna parte de lo que se debía. A otros los tuvo que echar del negocio diciéndoles con franca brutalidad que jamás cobrarían lo que se les debía.
Hilda hacía un par de años había encontrado al incauto. En aquellos tiempos no era como es hoy. El barrio era un mundo y el mundo era el barrio. Si al tercer noviazgo no te comprometías y casabas te quedaban dos caminos: O vestir santos o buscar incautos extramuros, y esto último es lo que hizo Hilda.
Es por ello que cuando apareció “Horacio de Devoto” ella no dudó un segundo. Regaló sonrisas por doquier. Encima era de la colectividad como ella, bancario y buen muchacho. Feo como pocos, eso sí.
Hoy Ana Julia, su hija mayor, se terminó casando con una copia exacta de su padre – hasta en lo físico – aunque tiene tres niños hermosos, lo que demuestra día a día los milagros del genoma humano. Y su hijo Ignacio – el más lindo de la familia - escapó a España no se sabe si para olvidar esos años que pasó soportando la humillación de ser argentino en tierras chilenas o porque la galleguita esa estaba más buena que el pan tostado.
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Cuando Carlos vio que no podía con el negocio familiar tomó una decisión que le causó una profunda amargura pero a la vez una sensación de libertadora esperanza: cerrarlo. Ya por entonces vivían en una modesta casa en la calle Santa María y en la Argentina de los ´60 no trabajaba quien no quería. Al mes Carlos era vendedor de Olivetti, toda una potencia económica por aquel entonces.
Carlos no era cualquier vendedor. Era “EL VENDEDOR”. Yo una vez, medio en joda medio en serio lo apodé “el vendedor de ilusiones”, porque era formidable, imbatible. Vos te ponías a conversar con él y era capaz de venderte desde una bombacha hasta una cosechadora industrial. Todo lo que quería vender lo vendía. Se había dado cuenta que el mundo es un gigantesco mercado donde el límite son los bolsillos. Tarde había descubierto su vocación por la docencia, entonces sublimó sus maravillosos versos a las minas, en pos de vender, vender y vender. Y así vendía. A veces los clientes lo dejaban hablar por el sólo hecho de admirar su florida y elegante parla. Bien vestido, siempre con trajes de buen corte, pinta de turco de cine y hermosa tez aceitunada, si se hubiese dedicado a la lencería hubiese podido probar todas las tetas de la Argentina.
Irene era un alma etérea. Mezcla de Frida Kahlo con la Pasionaria, había egresado del Colegio Nacional de Bellas Artes con notas brillantes y juro que en mi vida conocí a una dibujante de tanto talento. Trabajaba con García Ferré haciendo sus “Hijitus” y de su pluma salió el “Boxitracio” que nunca patentó porque el catalán era por entonces una potencia en el pequeño mundo de los dibujos animados, y lo que se creaba en sus oficinas, era de él.
Trabajaba al revés de sus pares, tan dotada estaba. En lugar de hacer los dibujos plumín contra celuloide, movía el celuloide y dejaba el plumín quieto. Sus compañeros de trabajo se arremolinaban alrededor de ella para verla dibujar.
Al mismo tiempo usaba minifaldas cortísimas, como se usaba en la época, con su hijo a cuestas y no renegaba de su condición de “peronista y descamisada” como le gustaba definirse. Interminables discusiones en mesa familiar me educaban y formaban en un desbarajuste de ideas, que ni hoy mismo sé quien soy. Pasé por el radicalismo esperanzador de Alfonsín, a la Democracia Cristiana y terminé en el Peronismo Menemista. Hoy me considero un peronista, a secas, sin adherir a nadie. Como se es monárquico, comunista, o keynesiano. No existen más y si se es de esa manera es porque se siente en el alma, en el corazón, en las tripas.
Mi padre, por su parte, cuando tuvo gente a cargo – en muchas oportunidades – fue siempre más peronista de lo que creyó. Soy un convencido que él es peronista y morirá sin saberlo, creyendo que es gorila, conservador y anti peruca. Pero lo cierto es que su sensibilidad, sumado a su encantadora personalidad hacen de él al peronista más maravilloso  que he conocido jamás. Así como existe el soldado desconocido enterrado en la Catedral, debería erigirse un monumento al peronista desconocido. Y no dudo que sería él.
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En el año 1973 a Carlos se le presentó una oportunidad inmejorable: Ser vendedor y representante para todo el noroeste argentino de una multinacional de origen nacional, hoy desaparecida: Scholnik.
Examen médico. Detectan incipientes hemorroides. El médico no le da el OK y Carlos no podía entrar a la empresa. Sin dudarlo un segundo comunica a Olivetti la oferta de trabajo y allí le dicen que no están en condiciones de igualar. Le quedan dos caminos: Olivetti o hacerse operar para entrar a la nueva empresa. Hoy tiene hemorroides nuevamente, porque – menos el pelo de la cabeza - lo que se corta a los treinta vuelve a crecer a los sesenta. Pero se dio la increíble satisfacción de hacerle un hermoso corte de manga a ese médico resentido.
Poco tiempo después partíamos hacia Córdoba capital, con esperanzas renovadas, nuevo puesto de trabajo y emotiva despedida en la terminal de trenes. Año 1973. El país era otro. Estaba convulsionado pero vivo. Los montoneros y el ERP ponían bombas, Lanusse no sabía qué mierda hacer con esa papa caliente que era el poder y Perón desde España le mojaba la oreja todos los días.
Córdoba era un hervidero intelectual. Allí nos esperaban primos, tíos y miles de parientes. Nos establecimos en una hermosa casa en el Barrio General Paz, que tenía la característica de estar en la calle ¡¡25 de Mayo Nº 1810!! Iba a las Escuelas Pías, de curas españoles bastante estrictos, y de tarde me escapaba de la siesta para jugar con mis amigos del alma, el Pipi y el Ale, a la pelota hecha de medias, en el baldío del barrio.
A la noche, antes de la comida y con el sol poniéndose en el horizonte, mi mamá me llamaba a los gritos “Carliiiiiitos, Carliiiiiitos”. – Te llaman, porteño, me decían mis amigos. Y así transcurrían plácidos y felices los primeros años de la infancia, entre el colegio, la pelota, la Tía René y la Tía Moni, la Bisabuela Cecilia, el Tío Tino y la Tía Titina, los eternos bromistas del Tío Beto y el Tío Alberto y los perros de René: Mao y Ágata. Cada tanto venían mis primos Ana Julia e Ignacio, con sus padres.
Mi tío José, el hermano de mamá, vino tan sólo una vez con su pequeño Leonardo - al que mis celos en una ocasión me hicieron morderle una oreja y amenazarlo de muerte en corredor familiar -. Hace poco tiempo su mamá, mi tía Irma, me lo recordó entre risas.
Unos años después – cerca de 1973 - José se esfumó de la noche a la mañana con una compañera de trabajo llamada Silvia, comunista pero con hermano policía. Dejó solamente una carta en su hogar para Irma, abandonándola con un hijo de tan sólo 6 años. Luego tuvo otros siete niños y murió de cáncer terminal cerca de los sesenta. Pero lo cierto es que mi tía Irma, sin serlo de sangre, lo fue toda la vida del alma. Y Leonardo, su hijo, mi primo, es uno de mis amigos más entrañables.
Le hicieron creer a mi madre que su hermano José no la quería cerca ni en su lecho de muerte, porque había tomado partido por su primera mujer.
Lo que no sabe mi madre, es que desde el cielo tanto él como su madre Alicia, su Tía Mecha, su Tía Amalia y tantos otros más, la están esperando con los brazos abiertos. Porque en las familias españolas, el rencor más recóndito puede ceder en el último instante, y el amor no se dice, se hace.
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Nuevamente Córdoba, 1973. Así eran mis días. Papá me armaba barriletes en la terraza de casa y yo le pegada patadas a la doméstica quinceañera que no se animaba a quejarse ante mis padres, tiraba piedras con la gomera y balines con mi escopeta de aire comprimido, jugaba a las figuritas de lata y a las bolitas, y me subía a los paraísos de la cuadra para juntar “bolucas” en bolsas que luego servía de municiones.
Pero no imaginaba siquiera que lo mejor estaba por comenzar.

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