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jueves, 2 de agosto de 2012

NATURALMENTE, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


La historia de Juan jamás empezaría con una lluvia fresca que moja los trigales. Ni siquiera con una explosión de colores y aromas en el amanecer de un día de primavera. Tampoco en un bosque entre miles de gorjeos. Porque ésas son escenas que él jamás hubiese notado. La naturaleza no lo conmovía y sólo le prestaba el escenario a su vida gris y urbana.
            Desde chico había manifestado su aversión por las Ciencias Naturales al punto tal que nunca logró que sus porotos germinasen. Con los años sus maestras aprendieron que convenía no pedirle que cuidase a los peces que adornaban un rincón del aula, so riesgo de encontrarlos boqueando en medio de un agua verdosa que nadie había cambiado durante semanas.
            En su vida pidió una mascota y cuando visitaba a sus compañeros se entretenía con maldades a peros y gatos, canarios y hámsters. Por entonces lo hacía por impulso, pero cuando creció desarrolló una larga serie de argumentos para justificar su militancia antiecologistas. Recordaba fragmentos bíblicos donde un El Creador ponía a la naturaleza al servicio del hombre y definía a los movimientos ecologistas como un gran negocio.
            Lejos de preocuparse por las criaturitas de Dios, Juan defendía el uso de las pieles y los cueros más exóticos en todo tipo de vestimentas. En su negocio de baratijas llegó a tener billeteras y portadocumentos de piel de cocodrilo que le traían de Paraguay y alguna vez armó lindos ceniceros con caparazones de tortuga que le proveían en una Feria de Pompeya. “Empetrolemos a nuestros niños”, solía decir instando a sus amigos ecologistas a interesarse por las condiciones de vida de los chicos que vivían en las zonas más desfavorecidas del Gran Buenos Aires en lugar de enrolarse en la defensa de los pingüinos emperadores.
            Vivía en un dos ambientes del costado más gris de la Plaza Once, en un edificio que podía haberse vanagloriado de ser el del famoso poema de Baldomero “setenta balcones y ninguna flor”. A pesar de la insistencia del portero no se preocupaba por separar los residuos y desoía los consejos de su madre para ahorrar agua y energía. 
            En líneas generales, Juan llegó a los 40 muy conforme consigo mismo y con su vida. No había logrado una pareja pero estaba en armonía con su entorno y sabía tomar lo quería. Satisfacía sus instintos, se daba los gustos sin necesidad de tomar ningún compromiso.
            En eso pensaba una mañana rumbo  a su trabajo: Se sentía satisfecho por ser fiel a sus convicciones sin preocuparse por el qué dirán. No iba a enrolarse en la corriente verde, sólo por seguir la moda. En la época del reciclado y el calentamiento global no estaba dispuesto a creer ninguna de las profecías apocalípticas sobre el futuro del planeta.
            Al doblar por Hipólito Yrigoyen se distrajo mirando a una mujer que llevaba una bolsa de compras ordinaria, tejida con sachets de leche. Una de sus novias se obstinaba en usar cosas parecidas. Quizás, la había dejado por su mal gusto. Y eso que era una linda chica.
            Esperó pacientemente a que el semáforo le diese vía libre para cruzar Yrigoyen hacia el garaje. Eran unas pocas cuadras pero no estaba dispuesto a caminar, y menos aún a usar su bicicleta.
            Un torbellino de hojas secas lo envolvió con sus ocres, sus amarillos, sus rojos y sus dorados. Giró con violencia a su alrededor y algunas ramas se metieron en sus ojos. Lagrimeó y notó que no podía ver pero avanzó  a tientas mientras intentaba apartar de su rostro el remolino tornasolado. Percibió un cambió de luces en la esquina y supuso que el semáforo le había dado paso.
            Caminó tambaleándose, pero sus pies tropezaron con el gato de la imprenta de enfrente, súbitamente entusiasmado por la ronda otoñal. Trastabilló y comenzó a caer sin preocuparse por esquivar al animal.
En la comisaría, el camionero contó un rato más tarde, que lo vio caer delante de su vehículo con su cabeza repleta de hojas secas y sus piernas, enredadas en un gato negro que, naturalmente, supo escapar del impacto a tiempo.

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