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jueves, 14 de marzo de 2013

MOSCAS EN UNA HABITACIÓN, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


La mosca recorre mi pierna con una morosidad exasperante. Desde la punta del dedo mayor hasta el muslo. En circunstancias normales la hubiese espantado pero ahora la dejo hacer. Al ver mi placidez sus congéneres se aventuran también sobre el territorio yermo de mi cuerpo desnudo. Se posan en mis brazos, en la otra pierna, e incluso la cavidad de mi ombligo.
            Pasan unos minutos y, vaya a saber de qué confín de la habitación, llegó una hormiga. Trepa la funda de la almohada y se desliza hacia mi cara para pasear a sus anchas por mi boca y mi nariz. No siento cosquilleo ni molestia alguna. Pero me sorprende la impunidad de estos insectos.

            Pienso en llamar al conserje. Cierto es que elegí un modestísimo hotel sobre la Ruta 38 alejado cientos de kilómetros de los pueblos más cercanos. No puedo pretender grandes lujos pero razono que estoy en mi derecho de quejarme si me veo convertido en una colonia de bichos. Sin embargo, me invade una cierta molicie y me dejo estar.
            Ahora es un escarabajo que encuentra en la cuenca de mi ojo el lugar adecuado para asentarse. Intento espantarlo pero mi cuerpo no me responde. Creo que estoy soñando e intento recordar si anoche me acosté en esta cama desvencijada de un hotel de malamuerte.
            Creo que sí. Llegué a última hora con una compañera ocasional. Me gustaría recordar su nombre. Creo que era Jéssica. O quizás Marlene. De cualquier modo, no era el que figuraba en su documento. La encontré en un parador a la vera de la ruta. Me dijo que estaba de vacaciones pero entendí que trabajaba. No me importó la mentira. No buscaba una secretaria y mucho menos una novia, sólo quería compañía. Una mujer que me permitiese gozar, que no me la complicase tanto como Graciela.
            Según recuerdo, mi compañera de la noche anterior no se parecía a Graciela. Era rubia, alta y llamativa y no bajita y morena. Pero lo que más me gustó es que las reglas estuvieron claras de entrada. No hubo cortejo ni fórmulas de etiqueta. “Cobro $ 200 la noche”, me dijo después de que quedó claro que no era una adolescente de vacaciones.
Y me pareció bien. De pronto, después de 20 años de casados, me gustó la idea de pagar por sexo. Me fascinó la posibilidad de estar con una mujer a la que no tenía que preguntarle por la salud de su madre o los alumnos de la escuela, ni acompañarla al supermercado o recordar su cumpleaños. Puro sexo, sin preámbulos ni sutilezas. Ni siquiera la necesidad de esperar que ella encontrase el placer. Yo pago, yo gozo. Esa es la regla en el mercado de los cuerpos.
Había encontrado a la compañera ideal para una noche en la que había pretextado un simposio de negocios. Ella tenía un cuerpo exuberante y una risa sonora y tonta con la que festejaba todos mis chistes. Me acariciaba mientras manejaba y en más de una ocasión tuve que frenar sus manos  del cierre de mi pantalón.
No hizo cuestiones cuando elegí en vez de un albergue transitorio de la ciudad cercana, un precario hotel de la ruta serrana. Nos registramos como Señor y Señora Morales. Total, el conserje no se preocupó por pedirnos documentos ni se mostró afectado por la ironía del apellido. Creo que al entrar en la habitación mis manos temblaban como hojas y apenas podía poner la llave en la cerradura. Era la primera vez que le iba a ser infiel a Graciela en 20 años. ¡Por fin tendría algo para contarles a los amigos del bar!
Fue cerrar la puerta y verla a ella desvestirse. Tal cual había supuesto  debajo del llamativo vestido rojo llevaba un conjunto negro de encaje. Empezó a besarme y las piernas se me aflojaron. De pronto, me faltó el aire y mi corazón se agitó. Intenté hablar para explicárselo, pero no encontré las fuerzas. Sentí un hormigueo en el brazo izquierdo, y luego, un dolor agudo en el pecho.  Apenas pude llegar a la cama. Caí sobre la almohada de costado.
Por su cara de espanto, creo que ella se asustó. Empezó a moverse frenéticamente dentro de la habitación. La vi vestirse sin preocuparse por botones y broches. Buscó mi billetera y la guardó en su cartera. Después se fue, y oí el ruido de la llave al girar en la cerradura.
Ahora es la mañana y supongo que en algún momento del día alguien va a golpear la puerta para saber si puede limpiar la habitación. Mientras tanto, un enjambre de moscas descubrió los orificios de mi nariz y el escarabajo se aquerenció en mi ojo. Pero ya no puedo hacer nada. Sólo deseo que Graciela no me vea en este estado.

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