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viernes, 3 de mayo de 2013

UN ONÍRICO Y BREVE PASEO CON PLUTARCO, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


Y Filipo, cuando se disponía a acampar con su ejército en un hermoso emplazamiento, al oír que allí no había hierba para los animales de tiro, dijo: ¡Oh, Heracles, qué vida la nuestra si debemos vivir también según el interés de los asnos!
Plutarco, Moralia, Sobre si el anciano debe intervenir en política.

Estoy experimentando ahora, en los inicios de la vejez, aquello que, oído en la juventud, me producía una sonrisa de escepticismo; y que me recordaba el nombre de una figura retórica, la cual, a partir de entonces, nunca jamás olvidé: la hipérbole. Sabido es que nada es más fácil que olvidarse de algunas figuras retóricas, tanto como de la definición de algunas composiciones poéticas: el ovillejo, la redondilla, la silva... Para acordarme de la hipérbole, ante cualquier pregunta de cualquier alumno, no tenía más que recordarme frente a la televisión, tiempos aquellos, viendo un programa, en blanco y negro, dedicado a las artes y a las letras. Y la definición salía de mis labios como si las musas del Helicón me estuvieran visitando.


Varias veces se insistió en aquel viejo programa, o al menos así lo recuerdo yo, en la aventura de leer. Se recalcaba con gusto que leer es toda una aventura. Evidentemente para mí dicha afirmación, en aquella época, era una hipérbole, una metáfora y una falacia, todo junto: en una aventura, me decía, si merece la pena, se pone en juego la propia vida, se corre, se salta, se pasan verdaderas necesidades, miedo y pánico, mientras que el lector permanece sentado en su butaca, con una botella de agua al alcance de su mano, y un frigorífico no muy lejos de él. No, yo no veía en el lector al hombre de acción ni al aventurero. Tampoco es que lo vea ahora. Lo que he visto, por el contrario, ha sido mi error de perspectiva. Y desde luego no todas las aventuras tienen por qué ser La isla del tesoro o similares.
Últimamente, de forma obsesiva y molesta, he estado dándole vueltas a un viejo refrán. Le he quitado unas palabras y le he añadido otras, y nunca me ha convencido el resultado final. Tal vez porque exigía con él lo que no se puede obtener. El refrán original es Dime con quién andas y te diré quién eres. Yo, muy agudo, lo transformaba en Dime lo que recuerdas y te diré quién eres. En un principio lo hice todavía más complicado: Dime lo que has olvidado y te diré quién eres. Pronto caí en la cuenta de que nadie, ni yo mismo, podía contar aquello que había olvidado. Pura lógica. Es imposible, pues, con semejante planteamiento, decirle a nadie cómo es, pues quien juzga debería saber lo que ha olvidado el otro, lo cual puede parecer pedir cotufas en el golfo. ¿Cómo saber lo que uno olvida, o lo que de su propia vida borra el vecino? Más importante, me decía, sería, tal vez, saber qué es lo que produce el olvido. Pero, claro, si se ignora una cosa de la que depende la siguiente, es imposible llegar al conocimiento de esta última. Y así, en medio de este galimatías, llegaba al convencimiento de que es mucho mejor el refrán original, o el de don Quijote: No con quien naces, sino con quien paces. Y aquí paz y allá gloria. Pero el refrán seguía incordiándome. Descubrir por qué fue toda una aventura.
Descubierta su falacia, y la inutilidad de mis planteamientos, creí que ese refrán, su modificación, dejaría de torturarme, y lo olvidaría. Y así sucedió durante unos días, pues, apenas hacía amago de volver a la carga, lo hacía desaparecer ocupando mi mente bien con lecturas o con otros pensamientos, que le ofrecía como una aterrorizada persona puede ofrecer una cabeza de ajos al Conde Drácula. El refrán desaparecía como por encanto. Pero no moría. Era como si quisiera advertirme de algo importante o trascendente. No conseguía averiguar de qué se trataba.
Un día me planteé, creo que son planteamientos propios de la vejez, releer algunos libros de los que apenas si recordaba el título. No hacía mucho un viejo compañero me había estado diciendo que el hombre es uno de los animales más imperfectos de este mundo: mi compañero se dolía de la cantidad de libros que había ido olvidando a lo largo de su vida, libros que recordaba vagamente, y que le parecía que podía ser interesantes para preparar alguna que otra clase. Mi compañero se planteaba recordar todo aquello que se hubiera leído, no olvidar ni una letra. La idea me resultó atractiva. Entre otras cosas porque temía estar llegando al olvido que comienza a ser ya una enfermedad. La ultracorrección. Fue entonces cuando, por enésima vez, en el libro Calila e Dimna, volví a recordar la historia del bueno de Berzebuey. Otro buscador de imposibles. Este filósofo, como es sabido, parte a la India en busca de unas hierbas que crecen allí. Estas hierbas, convenientemente mezcladas, tienen la virtud de resucitar a los muertos. Berzebuey invierte años y años en hacer experimentos sin obtener ningún resultado positivo. Al cabo de un tiempo, largo, decide confesar su fracaso y volver a su tierra. Es entonces cuando los sabios de la India le descubren su error: las hierbas son los libros que, dados a los ignorantes, los muertos, vuelven a la vida, a la sabiduría, pues un hombre que no sabe es un cadáver ambulante. Y para que sepa le entregan un libro, el que luego será Calila e Dimna. Libro didáctico donde los haya.
Fue a raíz de esta relectura cuando comencé a experimentar aquello que en mi juventud consideraba una hipérbole, una metáfora y una falacia: la aventura de leer. Y ahora sí, ahora puse cosas en juego. Pues Calila me llevó a Sendebar, ambos a Ramon Llull, Llibre de les bèsties, Llull a la poesía trobadoresca, esta a Dante y Petrarca, y este me volvió a la cultura clásica, Grecia y Roma. El mundo que se abría ante mí era tan vasto e incalculable que, durante unos días, me torturé con la idea, cierta, de que iba a morir antes de llegar a ningún puerto. Estaba tan convencido de ello que me dejé el trabajo, perdiendo dinero, y me dediqué solamente a leer y a estudiar. Bien es verdad que ya nadie dependía de mí. Mi locura llegó a tal extremo que me puse a estudiar latín con la idea de leer Eneida en el original. Disté mucho de conseguirlo. Pero lo intenté con todas mis fuerzas.
Y entonces, como si de una broma macabra se tratara, me dio por leer algunos libros que, en mi juventud, había pasado por alto. Conocía algunos volúmenes de Plutarco, Vidas paralelas; pero desconocía por completo sus tratados morales, o Moralia. Pedí los dos primeros volúmenes en una librería, y por error me trajeron el volumen X. No esperé a que llegaran los otros: me puse a leerlo enseguida. Estaba leyendo el ensayo, forma parte de este libro, Sobre si el anciano debe intervenir en política, cuando en un periódico, los leo todas las mañanas, volvieron a la carga con el sistema educativo, sus muchos defectos y sus nulas virtudes. El artículo ponía como ejemplo a seguir el modelo educativo de Finlandia. Varios lectores comentaban la noticia aduciendo que Finlandia es el país con el más alto índice de suicidios de la Unión Europea. No sé qué quiere decir esto ni cómo se debe analizar, pues los romanos también se privaban de la vida por un quítame allá esas pajas.
El artículo del periódico, y el ensayo de Plutarco, fueron una mezcla un tanto peligrosa para mí. Por efecto de los dos algo se removió en mi interior. Y esa noche, como no podía dejar de suceder, tuve una larga charla con Plutarco. Mi subconsciente tuvo el buen gusto de llevarme al ágora de Atenas, a la acrópolis y al Pireo. No se puede negar que fue toda una aventura. En la vida me hubiera imaginado yo paseando por allí de la mano de un filósofo. No recuerdo, sin embargo, si hablamos en griego o en castellano. Sea como fuere, yo entendí a Plutarco perfectamente. Y él me entendió a mí. Cosas de los sueños.
Me acusó Plutarco, como no podía dejar de suceder, de pusilánime y de carecer de amor, filia, a la patria, por haber abandonado mi trabajo cuando más y mejores frutos podía dar en él. No tuve ganas de reírme acusándolo de ser partidario de retrasar, como los banqueros, la edad de jubilación. Plutarco no iba por ahí. Repuse, por el contrario, que el tiempo dedicado a enseñar lo robaba al dedicado a aprender. Y que yo quería aprender. Nos metimos entonces en honduras. ¿Debe el anciano intervenir en política? ¿Qué es intervenir en política? ¿Apuntarse a un partido político, perder la personalidad propia y aceptar las máximas y los intereses de dicho partido? ¿Y qué hay que hacer para convertirse en una persona influyente en un partido? Seguramente en los partidos, como en todas partes, para ascender no eran necesarios ni el esfuerzo, ni el trabajo, ni el valor, ni la perseverancia, sino solamente el arte de saber comportarse con las personas que recompensaban el servicio[1]. ¿Y vale la pena? ¿Para conseguir qué?
Acusé a Plutarco de tener una visión bastante idealista, platónica, de su vieja Grecia. No creo que allí a los ancianos, como pretende él, se les hiciera mucho caso ni en la política ni en ningún sitio, pues leyendo su ensayo no hacía sino acordarme, cosas de la mente, dime lo que recuerdas y te diré quién eres, de la comedia de Aristófanes, Las aves. Como es sabido aquí son dos ancianos los que huyen de Atenas, hartos de juicios, del ágora y de la burocracia ciudadana. Y si tanto importaban los ancianos en Atenas, todavía me explico menos la ejecución de Sócrates. Plutarco calló. Me sentí un tanto avergonzado, la verdad. Pero quise llevar mi razonamiento hasta las últimas consecuencias. No todos los días se puede discutir con gente inteligente.
Hoy en día, dije camino del Pireo, en las aulas no hace falta gente preparada, ni maestros maduros o eruditos como los quería Luis Vives[2]. Más bien todo lo contrario. Es posible que en Finlandia el sistema educativo esté desligado del partido en el poder y de la política. Aquí, no. Por eso mismo cada cuatro u ocho años cambiamos de sistema educativo sin conseguir nunca otra cosa que no sea aumentar la ignorancia de los alumnos. Pregúntese, por si hay duda, cuántos de nuestros bachilleres han leído a algún clásico castellano o catalán, y póngase como ejemplo Calila e Dimna o Llibre de les bèsties, Lazarillo, Celestina, Espill o Llibre de les dones... A veces, si se puede, es mejor retirarse, no por nada sino por no participar, porque ni unos quieren rescatar ni los otros ser rescatados. Es mejor cultivar el propio huerto. No tiene importancia, le dije a mi acompañante, los que se alimenten de él. El huerto no está cercado; pero no llevo mis productos al mercado.
También le comenté a Plutarco que en este mercado hemos llegado a tal grado de perfección que la báscula de pesar habas nos sirve para pesar azafrán, y que lo mismo da calabazas que un poco de agua con dos berzas. Que el comportamiento de alumnos y padres deja mucho que desear, en aulas y pórticos, sin olvidar que el sistema educativo está confeccionado por teóricos y políticos, y que quien a otro sirve no es libre.[3] Le confesé a Plutarco que aquí, el anciano, como el honesto e inteligente, ni puede ni lo van a dejar intervenir en política ni en nada. Tampoco creo que lo hicieran en Grecia. Plutarco tiene olvidos interesados, y me volvía el refrán. No hay más que estudiar las tragedias y las comedias griegas con un cierto detenimiento. En Antígona ya hay un conflicto paterno-filial, una discusión generacional. Y no es Creonte, precisamente, el padre, el mayor, quien lleva la razón[4]... Me despedí de Plutarco con pena y tristeza. Al fin y al cabo el mundo trazado por él, olvidado el real, es un mundo inteligente y bello. Un meritorio intento de no depender de la burda realidad ni de los animales de tiro.


[1]     León Tolstoi, Guerra y paz. Traducción de Lydia Kúper, Ed. Mario Múnich, p. 532
[2]     Véase Libro II, capítulo I de Las disciplinas II,
[3]     Fernando de Rojas, La Celestina, Noveno auto.
[4]     Sófocles, Antígona, en Tragedias completas. Traducción y edición de José Vara Donado. Ed. Cátedra. Letras Universales, p 154 y ss.

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