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viernes, 7 de junio de 2013

DUDAS, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


No comprendían los infelices que si susceptible de enmienda es un error, no lo es la necedad.
Benito Pérez Galdós, Bodas reales

Una vez más volvimos a reunirnos el grupo de amigos, o allegados, que lo mismo da, para charlar durante unas horas. Siempre encontrábamos, y encontramos, cosas nuevas que decirnos, quizás por la necesidad que tenemos de hablar y de sentirnos vivos. Me gustan estas charlas, y lo paso bien con ellas. A veces soy yo quien las provoca. Mis compañeros no me van a la zaga. Reuniones como estas me parece que muestran el lado más humano y amable del hombre. Saludé a los viejos camaradas; y comencé enseguida con un asunto que había estado meditando durante algunos días.

-Conforme me hago más y más mayor -dije sentándome-, más añoro mi pasada juventud. Y no porque aquella fuera una edad dorada, sino por la certeza que tenía entonces, y de la que carezco ahora, de que las cosas eran de una forma o de otra, bien definida. Y yo lo sabía. Sabía muchas cosas en aquella época. Ahora, por el contrario, no sé nada.
-¡Ay, señor mío! -exclamó doña Paquita- la ignorancia es muy atrevida. Uno, cuando no sabe nada, comienza haciendo grandes afirmaciones; y termina, si tiene dos dedos de frente, confesando que lo ignora casi todo.
-Hombre, tampoco exageremos -intervino el señor Tomás-. Es decepcionante, si quieren ustedes, no saber muchas más cosas a esta edad; pero creo que algo sabemos. Al menos si nos comparamos con los pipiolos.
-No es por repetirme, ni por repetir la historia -dije yo insistiendo en mi idea-. Ahora bien, no puedo por menos de reconocer que quien tenía más razón que un santo era Sócrates: lo único que sé es que no sé nada. No se trata ni de pipiolos ni de pipiolas.
-¿Está usted seguro de eso? A mí, y perdóneme -volvió a intervenir el señor Tomás- cada vez que oigo eso de no sé nada, o algo semejante, me suena un poco a falsa modestia, a hipocresía.
-En un momento de mi vida -le respondí adelantándome a doña Paquita- no le hubiera dicho que no, como no le niego ahora que muchas cosas las leí o las estudié por moda o por esnobismo. No, ahora no digo que no sé nada por falsa modestia. No lo necesito. Es, si quiere usted, la confesión de un fracaso.
-Eso no es nada reprobable. Recuerde usted -añadió la buena mujer sonriendo con picardía- que los caminos del Señor son infinitos.
-E inescrutables.
-No crea. A veces se entienden perfectamente bien.
-Sí -asentí-. Los mensajes divinos son cada vez más claros, como agua sin contaminar, de la que ya no queda. Los que constituyen un enigma son los mensajes humanos.
-Si se refiere usted al pasado -me replicó el señor Tomás- es cierto que hay cosas que, parece ser, ni las sabemos ni las vamos a saber nunca jamás. Pero, el presente, lo que es el presente...
-No, con el pasado ya ni me meto. Tenemos tantos enigmas planteados que hay libro de historia que se debería titular Más interrogaciones sobre esta o aquella época.
-No es un título muy comercial que digamos -bromeó doña Paquita-. Y los historiadores -me dijo sonriendo- también comen.
-Sí -asentí- es un problema. Y además de difícil solución, porque el día que la Humanidad termine con esa absurda necesidad de comer tres veces al día, igual esto se convierte en una balsa de aceite.
-No confíe mucho en ello -me desengañó la buena mujer-. Yo creo que el hombre, en tanto no deje de ser lo que es, buscará siempre motivos para matarse, pelearse, masacrarse y mantener viva la épica.
-¡Mujer! -le salió del alma al señor Tomás-. Algún día se notará que la humanidad ha avanzado.
-No, si ya se nota -repuso ella-. Ahora las armas son más perfectas, más eficaces a la hora de eliminar al enemigo.
-Sí -afirmé yo- porque las razones para la sinrazón siguen siendo las mismas.
Mis compañeros se quedaron callados. Me quedé esperando que alguien me preguntara qué quería decir con eso, o que me invitara a explicarme. Nadie dijo nada. Pero yo, como he dicho, tenía ganas de hablar.
-Hace algún tiempo -conté- fui a ver una película un viernes por la tarde.
-¡Ah! -exclamó doña Paquita- ahora me explico porqué los viernes sale de aquí vestido como si fuera usted un joven de veinte años.
-Voy al cine, doña Paquita, voy al cine. No quiero anquilosarme.
-Eso está muy bien. ¿Y qué película nos va a contar?
-Ninguna. No les voy a contar ninguna película. Es una pequeña reflexión en voz alta. Fui a ver, como les estaba diciendo, una película. No era una película made in USA, cosa rara en estos pagos.
-Los acuerdos comerciales son los acuerdos comerciales -intervino el señor Tomás-. Sí, tal vez les parezca raro o un contrasentido, pero si ellos nos compran zapatos a nosotros, nosotros, a cambio, tenemos que comprar sus películas.
-Mientras las películas y los zapatos sean buenos -dijo conciliadora doña Paquita.
-Hay mucha bazofia -sentenció el señor Tomás. O mucho callo, siendo más preciso.
-No -dije yo rápido antes de que se me olvidara lo que quería decir-; la película china que yo vi no lo era. Todo lo contrario: me pareció una buena película.
-Podía usted haber avisado -dijo doña Paquita.
-Otra vez la aviso, tranquila. Dicha película -comencé a hablar rápidamente, harto ya de tanto inciso y corte- está centrada en la guerra chino-japonesa. Como saben ustedes dicha guerra sucedió poco antes de la II Guerra Mundial.
-Los fascismos emergentes -volvió a cortar el señor Tomás.
-Sí -dije volviendo a tomar la palabra rápidamente-. Nada más comenzar la película, que, por cierto, se titula Ciudad de vida y muerte, de un tal Lu Chuan, parte del ejército chino es apresado y desarmado por los japoneses.
-Ya me imagino lo que sucede a continuación -dijo con un gesto de hastío doña Paquita-. Creo que no se ha escrito nada mejor en contra de la guerra que Las troyanas, de Eurípides.
-La vi cuando era joven -dije sumiéndome en mis recuerdos-, en el teatro romano de Sagunto.
-¡Qué tiempos aquellos! -exclamó con un dejo de nostalgia en la voz.
-Sí, qué tiempos aquellos -corroboré-. Y es cierto, la tragedia de Eurípides es un alegato terrible en contra de la guerra. Sin embargo, la película de la que le hablo aún va más allá. Es dura, muy dura. No obstante, nada cuenta que no sepamos. Como les he dicho -continué- nada más comenzar la película los soldados chinos son hechos prisioneros. Los desarman y los meten en una especie de cercado. De allí los van sacando en grupos y masacrándolos...
-Las guerras son bestiales -me volvió a interrumpir doña Paquita.
-Sí, y en eso incide dicha película. Viendo esas escenas de los soldados metidos en un cercado, la película es en blanco y negro, lo cual me gustó mucho, de donde los sacan para ametrallarlos en la orilla del mar, me acordé de que hace años, muchos, muchos años, Galba, un romano, allá por el año 149 a. C., hizo lo mismo con los lusitanos aquí en la Península: les prometió tierras si se rendían; ellos entregaron las armas; los metió en un cercado con la excusa de contarlos, y mandó que los mataran a todos. Parece ser que uno de los pocos que escaparon con vida, y tal vez sea leyenda, fue Viriato. Leyenda lo de que se escapara, no la matanza, por desgracia.
-En todas partes cuecen habas, y en mi casa a calderadas -sentenció doña Paquita. Las guerras nunca traen nada bueno. ¡Nunca!
-Todo eso está muy bien -dijo el señor Tomás con un dejo de duda en la voz-. Sí, está muy bien -más firme- lo de ser pacifista, y predicar el amor fraterno, el odio a la guerra, y todo lo demás. Pero ¿qué tiene que hacer un padre que está en el paro y no tiene nada de comer para dar a sus hijos? Eso por no hablar de la otras cosas porque ya dijo alguien, también hace muchos años, que no sólo de pan vive el hombre.
-No se crea -dijo doña Paquita con tristeza- lo he pensado en más de una ocasión. Y me asusta. Sí, tengo miedo. Y no sé qué decirle.
-Yo reconozco -confesé- que cada vez que sale este dichoso tema, me voy por la tangente: digo que me alegro de ser mayor, y de que voy a morirme dentro de poco habiendo tenido la suerte de irme al otro barrio sin haber conocido ni una guerra.
-No sé si eso es egoísta o no; pero tiene usted razón: vamos a tener esa suerte. Quien lo va a tener muy mal es la juventud de hoy en día... Yo -explicó doña Paquita en tanto los ojos comenzaban a brillarle y no de alegría- de lo que alegro sobremanera es de haberme jubilado. Cuando comencé a trabajar lo hice con toda la ilusión del mundo; y creía que era interesante cuanto trataba de explicarles a mis alumnos... Con el paso del tiempo, y con esta maldita crisis que no entiendo por más que me la expliquen, no hacía si no preguntarme que para qué atormentaba a los chicos con poemas, novelas, cuentos, análisis y comentarios de texto... Veía a la sociedad abocada al desastre. Todos estábamos desencantados y desanimados. Cada vez más.
-Sin embargo, no me negará usted que la educación no es importante...
-¿Para qué? -preguntó con rabia-. Al fin y al cabo siempre los que triunfan, los que tienen dinero, los que lo poseen todo, son los más animales... ¡Perdón perdón! Lo siento, lo siento. Pero a veces decir en las clases a los alumnos que fueran educados, honestos, personas de bien, era como atar a la gente de pies y manos para que se pudieran aprovechar de ellos quienes no lo eran ni lo son, ni lo serán.
-Terrible dilema. Y grave crisis la padecida por Europa. No sé si como consecuencia de la falsa unión monetaria, de la ambición de unos, y del considerar todos los gobernantes al hombre como medida económica nada más, o por todo junto. Pero sea como fuere, esa crisis ha hecho que nos cuestionemos muchas cosas.
-Entre ellas -dijo el señor Tomás- que para llegar a un cargo público se deberían cumplir unos ciertos requisitos. No hace falta que diga que nuestros políticos carecen de ellos.
-La política -intervino la señora Paquita- debería ser servicio, trabajo para la comunidad. Y se ha convertido en todo lo contrario: se trabaja para llevar a un partido al poder; y así, en el poder, sacar todas las prebendas posibles, las habidas y las por haber... No sé quién dijo que era incongruente que se pida un carnet para poder conducir un coche, y no se exija nada para poder ser padre... A lo mejor también había que exigir algo para llegar a los cargos públicos.
-Ese vacío ha hecho -dije yo- verdaderos payasos de muchos políticos. Muy a menudo causan vergüenza ajena. Da grima oírlos cuando se ponen a defender lo indefendible para salvar a su partido o a su jefe. O no tienen sentido común, o les falta el sentido de la vergüenza y del ridículo.
-Y además -corroboró el señor Tomás- no saben ni por dónde van. No hay más que ver lo que ha sucedido estos días con Chipre. Igual toman unas decisiones que otras, que las contrarias.
-Ahí quería llegar yo -dijo doña Paquita animándose-. ¿Alguien me puede explicar de dónde saca tantos millones de euros el famoso Fondo Monetario Internacional, o el Banco Europeo o cómo se llame? Tantos como para rescatar a un país, o a dos... ¿De dónde sale toda esa inmensa cantidad de miles de millones? Y no hay dinero para educación. ¡Dios mío, no entiendo nada!
-Se lo puede imaginar usted -dijo el señor Tomás-: impuestos y más impuestos. Todos esos rescates los estamos pagando todos nosotros. Ese dinero es nuestro dinero.
-Sí; pero parece que unos pagamos más que otros.
-Como siempre -intervino doña Paquita-, como siempre. Mi marido siempre me decía que no me creyera nada de cuanto oía: cuando una persona, o una sociedad, habla mucho de una cosa, por ahí peca. Dime de qué presumes y te diré de qué careces. Y aquí se nos hacía la boca agua con la Democracia, la Transición, el Bienestar Social...
-¿Usted, cuando se hizo la transición, votó si quería monarquía u otra forma de gobierno? -preguntó raudo el señor Tomás.
-Nadie me preguntó nada.
-Pues ya tiene usted la primera prueba de lo que se podía esperar: tenemos democracia pero con la forma de gobierno que el poder ha querido. La última forma de gobierno que se votó en España fue la República, ahogada en sangre por una rebelión militar, minoritaria, pero que implicó a todo el país.
-¡Ay, por favor! -exclamó doña Paquita como pidiendo clemencia- dejemos la Guerra Civil en paz. Estoy más que harta del tema.
-Dejémosla. No hay problema. Coja usted la Constitución, un artículo que está muy de moda hoy en día, y que nada tiene que ver con la Guerra Civil: Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia.
-Se les olvidó poner que a partir de una determinada renta.
-Tiene razón -me dijo el señor Tomás-. Tiene razón. Han intentado desmantelar varios ambulatorios en pueblos...
-Sí, es una vergüenza, -dijo doña Paquita-. Pero ya lo decía don Francisco de Quevedo: poderoso caballero es don dinero.
-Y aquello era una monarquía supuestamente católica.
-Lo mismo da una forma de gobierno que otra. Lo mismo da. Yo, señor Tomás, no confío en que esto lo solucionen otros políticos distintos a los de ahora, ni otras formaciones o partidos políticos.
-En eso -le dije yo- estoy de acuerdo con usted. Tenemos un enfermo de cáncer, con metástasis incluida; y los políticos y demás están discutiendo si aplicarle esparadrapo y aspirinas o las dos cosas a la vez. Cuando no tirándose los trastos a la cabeza por si el esparadrapo ha de ser de tela o de papel.
-Pues usted lo ha dicho -me replicó el señor Tomás-: tal vez se trate de cambiar de médico.
-Lo malo -le repuse- es que aquí nadie se va por propia iniciativa. Y se han presentado corruptos a las elecciones, personas impresentables, pendientes de juicio, y han sacado mayorías absolutas. Y la violencia, qué quiere que le diga...
-Sí, ya lo sé. El pacifismo y esas cosas. Pero tenemos que morir todos. Y a veces es mejor morir por un poco de dignidad que hacerlo de inanición.
-¡Dios mío, Dios mío! -exclamó doña Paquita- ¿Tan mal están las cosas? ¿Ustedes creen..?
-Son muchos millones de parados, señora.
-Sí, lo comprendo; pero ¿no se puede hacer otra cosa?
El señor Tomás dijo que no con la cabeza. Yo me quedé cabizbajo, y doña Paquita se puso a mirar por la ventana aunque tenía la vista perdida. Así estuvimos durante varios minutos.
-El problema -murmuré sin que nadie me hiciera caso- es más profundo. Un cambio de médico seguramente no va a solucionar nada. Los cambios tienen que ser más profundos y radicales.
Nadie me contestó. Parecía como si se hubieran quedado petrificados con las últimas palabras. Me acordé de una anécdota y traté de animarlos con ella. Pero creo que acabé de hundirlos en la miseria.
-Todo esto -dije yo al cabo de un tiempo- me recuerda una anécdota del mentado Viriato. La leí hace muchos años. Como ustedes saben, y como sucede siempre, cuando se produjo la invasión romana, sin más pretensiones que frenar a Aníbal, unos se declararon a favor de los romanos, y pretendían rendirse a ellos; y otros, entre los cuales estaba Viriato, eran partidarios de luchar, de hacer frente al Imperio Romano. Viriato les contó a los hombres de Itucci, que los lusitanos se parecían a las dos mujeres, una joven y otra vieja, que se casaron con el mismo hombre, de edad indefinida. La vieja le arrancaba los cabellos negros al hombre para que su apariencia se acercara más a su edad; y la joven hacía lo mismo con las canas del pobre hombre. Al final entre las dos lo dejaron calvo.
-Que el Señor nos coja confesados -dijo doña Paquita santiguándose.
-Amén -respondí yo sonriendo, aunque la cosa no era para tomarla a broma. Me quedé entonces con la misma y desagradable situación que tuve cuando salí del cine de ver la película Ciudad de vida y de muerte; o la de muchos años atrás cuando, en un teatro romano, asistí a la representación de Las troyanas. No era una sensación agradable.

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