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viernes, 26 de julio de 2013

JOGGIN EN LA PÍCCOLA, por Ramón Elías Pérez, de Maracaibo, Venezuela

“… Qué deidad dentro de mí
me impulsa a ser demonio devorado…”
(Luis Ernesto Gómez: El Otro Lado de la Página)


A las cinco te levantas, todavía oscuro y haces café. La hora está iluminada en el radio reloj que has programado para que suene más tarde y puedas incorporarte con música. Casi siempre lo haces antes y no le das oportunidad al artefacto para que produzca, junto con Radio Calendario, ese ruido infernal odiado por tu mujer. Sin encender la luz buscas a tientas las chancletas y sales del cuarto cuidadosamente para no molestar. A cierta edad las parejas se dicen las cosas sin reservas, después de treinta años de convivencia, para qué las atenciones, las delicadeces. Ella no pierde la oportunidad de llamarle viejo y él no deja de enfurruñarse cada vez que escucha esa palabreja que tanto le molesta.

¡No me llames viejo, que soy menor que tú!, luego te saco tu edad en público y te enfadas –decía Adelfo.
En ese tono pausado, producto de años de paciencia y reflexiones para poder sobrellevar aquel matrimonio que, a la larga, era un buen matrimonio. Nada espectacular pero mejor que muchos que aparentaban dicha y felicidad.
Está bien, Brad Pitt, derrochador de juventud –respondió ella.
Buscando esas discusiones mañaneras que nunca terminan en nada bueno pero que condimentan esas relaciones ya cansadas. Leticia luce aburrida, hastiada de Adelfo y sus chistes de mal gusto. Han pasado los años y siguen discutiendo por las mismas cosas: la toalla en la cama, el talco en el piso, las medias en el rincón. El viejo repite las anécdotas, los cuentos, las bolserías… pareciera que lo hiciera a propósito, para fastidiar.
Me dirás que ya no levanto, mírame. Adelfo saca el pecho y se observa de medio lado en el espejo del cuarto. ¡Qué talco!
Ella soltó una risotada. Ese fue un despertar algo distinto. Lo normal era que Adelfo hiciera su café en silencio y se sentara en la mesa del comedor a leer un poco sorbiendo la infusión con canela y clavo dulce. Hacía un mes que le había llegado la jubilación y seguía levantándose igual de temprano, en vez de quedarse un rato más en la cama, dando vueltas como un gusano.
No te muevas tanto y déjame dormir –le decía Leticia somnolienta.
La compañera y madre de cuatro hijos. Todos mayores de edad, casados y con críos, los varones. La hembra no ha querido saber nada de pareja hasta no culminar la carrera.
¡Voy a hacer café! –se decía Adelfo.
Salía sin encender la luz, el reloj marcaba las cinco y sólo se escuchaba el suave rugido de los aires acondicionados y los ventiladores. Quiero caminar, hace tiempo no lo hago. Estuvo pensando cualquier cosa insignificante hasta que se vistió de entrenador deportivo. Bajó las escaleras y fue hasta la calle con las primeras luces, eran las seis y un poco más. Desde el apartamento en Las Vistas hasta La Píccola, allí daría unas vueltas y regresaría luego de una hora de ejercicios. Hace bien para el organismo, los fluidos, la carne, la materia. Ahora reflexionaba un poco sobre los beneficios del oxigeno y la importancia de la respiración. Hay que llegar a cierta edad para entender, cuando sé es joven maltratamos el cuerpo y pensando que somos eternos, que la salud es como el mármol, imperecedero.  Al llegar los primeros signos del deterioro comenzamos a pensar, que si aquello, que si lo otro.  Y el dolor instalado en la espalda, como una maldición egipcia, haciendo estragos. Hasta ponerse las medias se convierte en una tragedia de dimensiones estelares. Entonces te dices, tengo que dejar de comer carne roja, debo ingerir frutas, vegetales, dejar la bendita cerveza. Lo haces las primeras semanas, te sientes bien y a los días se te olvida el esfuerzo. El afrecho, el pan integral, la ensaladita… lo echas todo a la basura y vuelves a llenarte de grasa, en ese oleaje te mueves una y otra vez. Sin embargo los años no perdonan, el tiempo es inexorable y sus tentáculos te han atrapado.  Sabes que ya no eres el mismo, tu mujer te lo echa en cara en todo momento.  Los amigos andan en lo mismo, pero ellos no tienen vergüenza en reconocerlo y viven comprando píldoras, cualquier cosa que inflame, que irrite. Se vuelven una rochela y ríen cada vez que hablan de la tumefacción, hasta que el viejo Carlos, el más vagabundo, te convence.
¿Y esto para qué? -le preguntó Adelfo de una forma tan estúpida que su amigo fue sarcástico.
No te hagas el monaguillo,  tú tienes más de cincuenta –le replicó Carlos.
Guardó las pastillas y se quedó pensando mentiras.  Recordó el día de la pena, veinte años atrás, cuando regresaba del trabajo y conducía por la ciudad. En eso observó a una muchacha en la distancia pidiendo cola. Tiene buen lejos -se dijo- me detengo, le doy el aventón y la invito a un refresco… por allí se puede iniciar una historia de pasión y romance.
¿Señor, para dónde va usted? –preguntó la joven.
Adelfo la miró, la midió desde la cabeza a los pies.  Cincuenta y seis  kilos, uno setenta de estatura, excelentes curvas, buena carátula, veinticinco años. Proporcionada la niña
Voy para el infierno, no te gustaría acompañarme. –dijo el fanfarrón, queriendo hacerse el gracioso.
Al lado de ella apareció su compañera, una descomunal hembra, matahombres, de cabellera espectacular que le dijo sin tapujos.
¡Perfecto, nos metemos los tres en un hotel y hacemos una ensalada! –sonrió  moviendo la pelambre hacia atrás.
Adelfo se cagó, intentó arrancar pero ya las chicas estaban abriendo las puertas. El recordó a los franceses que tienen una expresión para esos bochinches. Menú para tres, algo así.  Se excusó, dijo que no tenía tiempo, que iba a almorzar.
Bueno, entonces nos llevas a comer pescado a Cabeza de Toro –sentenció la diabla quien se había arrellanado en el medio, pegando la pierna al desconcertado conductor.
Adelfo, pasmado, recordó que tenía trescientos bolos, un dineral para ese entonces,  en el bolsillo de la camisa; como pudo los sacó y guardó debajo de la alfombra. Si me atracan salvo la plata, se dijo. En ese instante pensó en los asaltos, los secuestros, el hampa común… se le vino el mundo encima.  Lo atraparon los nervios y no era para menos, un tercio tan pacato como él que no había variado la posición en treinta años, apenas había tenido contadas escaramuzas que terminaron en más pólvora que plomo. 
Estaba echando bromas, ustedes son muy lindas, pero mi esposa me está esperando –balbuceó avergonzado.
Se sintió humillado por no haber podido responder en el instante, como diría Carlos, ser asertivo. Se vio sentado en la mesa del comedor, seguro en las cuatro paredes de su apartamento, con la amargura de la derrota almorzando con su vieja un plato insípido, una sopa sin condimentos, pero seguro de los peligros de la calle.  La escena le estalló en el cerebro toda la noche y aún hoy recuerda lo acontecido y se pregunta de qué tamaño debería ser el riesgo,  el atrevimiento para apreciar que rompemos ese miserable cascaron de moralidad y de culpa.
Las voy a guardar, pero no necesito de eso –le dijo Adelfo al sibarita.
Son muy buenas, desde que las probé no he podido dejar de usarlas. ¡Ah viejito mañoso! –sentenció Carlos.
Le dio una vuelta a la urbanización y regresó al punto de origen, pensaba darle tres. Con una hora de caminata es suficiente, se dijo. Años atrás se iba hasta el Paseo del Lago y trotaba.  En ese pasado reciente las cosas eran distintas, no usaba lentes para leer, su cabello era abundante y negro, no sufría de achaques y su frecuencia amatoria, como dice su otro amigo sexólogo, era más que normal. Ahora las cosas han cambiado, a veces se le olvida hasta la existencia.
¡Epa! –saluda Adelfo a un parroquiano.
¡Eh!,  -le responde el hombre.
El extraño camina por la orilla del macadán, a un lado de las jardineras de las casas, lo hace en sentido contrario con el palo de escoba en la mano derecha. Apenas son las siete de la mañana, el tráfico de los autos comienza a despertar y el monóxido de carbono penetra como un aire maligno en los pulmones. Adelfo apura el paso y recuerda que la jubilación le llegó muy rápido, aunque pensó en ella con vehemencia ahora se siente extraño. No sabe qué hacer con el tiempo. Observa los arbolitos donde los mirlos revolotean y cantan, sembrados entre los brocales a lo largo de la avenida que recorre La Píccola  hasta llegar a Canaima, El Rosal Sur, Monte Blanco. Luego de un rato mira la hora en su celular, un Motorola digital de los baratos, decide regresar. Mañana es muy probable que vuelva a salir con su mono azul metalizado, los zapatos Spalding, la gorra importada y el aparatico con audífonos para escuchar música. Es la imagen del propio palurdo que no quiere aceptarse, haciendo joggin para sentirse renovado. Esa moda de caminar no le pertenece ni un poquito,  menos la de usar esa indumentaria ridícula. Los métodos para bajar de peso y sentirse bien con la vida a pesar de  las miserias, son algo relativamente nuevo, forman parte del arsenal individualista de autoayuda que trajeron los anglosajones. ¡A buena hora!, argumenta Adelfo.  Sus compinches retirados, tacaños y hablachentos lo secundan, suelen reunirse en El Apache y La Tovareña para hablar de aventuras amorosas, casi todas inventadas para animar las tertulias. Hay un ruido de latas, de botellas vacías que gravita en su cerebro. ¡Mira, Adelfo, tienes que hacer algo, te vas a tullir!  Se dice cada vez que el nervio ciático se le retuerce como un látigo a lo largo de la pierna.
Al siguiente día se vistió con la misma pinta, apenas se cambió la ropa interior. Ahora el señor con el palo de escoba va delante de él, a media cuadra. Para no alcanzarlo y evitar el gesto decide disminuir el paso y cruzar a la izquierda. Así está bien, una vez lo saludó con deferencia y éste le contestó sin ganas, hizo una mueca y soltó un monosílabo entre dientes, más por obligación que por cortesía. Así que ya no quiere ni verlo, ni tropezarlo para no tener que decirle nada. Adelfo es medio maniático, la mujer a cada rato se lo recuerda. Hoy se levantó otra vez temprano, la misma rutina del café, las abluciones, el retrete.
¡Viejo!, ¿vas a desayunar? –le preguntó Leticia al regreso de la caminata.
¡Sí! –le respondió Adelfo, inmutable, esplendido.
Se había encontrado con una deportista que no sólo le contestó con amabilidad el saludo sino que fue más allá del hola qué tal. Parece que la suerte logró sonreírle esa mañana. No estuvo mal cruzar hacia esa dirección, de donde uno menos se lo imagina salta la liebre. Se le habían grabado en las pupilas ese par de piernas bien proporcionadas, caderas, pechugas y aquellos ojos tan hermosos. Comió en silencio, mojó el pan en la salsa, bebió y luego se limpió con un paño de cocina. Respiró profundo, eso pareció una especie de suspiro. Leticia lo miró y no le quedó más que mascullar un improperio.
Adelfo cree que se las trae, no sabe mentir. A veces es tan torpe que ella lo deja tranquilo para no hundirlo más en ese fango triste de la compasión y la autocensura. Fisgón y baboso ahora anda comprando franelas, interiores tipo bikini, cremas para las arrugas y loción capilar.
¡Que no se te vaya ocurrir colorearte el pelo, viejo impertinente! –le dijo en seco al terminar el desayuno.
¿De qué estás hablando? –pregunto haciéndose el montuno.
Dígame esa vaina, ahora tu padre se metió a viejo verde. Le decía Leticia a los muchachos. Ellos se reían y le respondían a la madre que lo dejara tranquilo. A esa edad suele ocurrir, es una especie de climaterio. Por allí lo llaman andropausia, le argumentaba uno de los varones. La hembra ni pendiente, lo de ella eran los libros y la música.
Así fue como Leticia se olvidó de la crisis de Adelfo, que correteara a las mujeres de la urbanización, total ella  sabía que aquel monigote era un buchipluma. ¡Todo se le va en suspiros! El hombre estaba desconcertado, esa mamadera de gallo le molestaba.  Ahora no sólo era Carlos y la cuerda de amarretes, sino la mujer y los hijos,  con la excepción de la niña,  estudiosa ella.
¡Viejo degenerado! –fue lo último que le dijo la esposa.
No me llames viejo, te lo he dicho, no me gusta. ¡El día menos pensado les voy a echar un vainón! –repetía Adelfo.
Una de las tantas mañanas calurosas de aquel mayo miserable, hizo lo que la costumbre y el hábito le indicaban. Preparó el café, llenó el crucigrama, leyó un poco sentado en la poceta, se lavó el culo y se vistió con el espantoso ropaje de caminar. Estando en La Píccola tomó una de las veredas internas y se detuvo frente a la casa de la deportista. Ella le estaba esperando, era la tercera vez que se encontraban, ahora salen a caminar juntos.
Ocurre que Adelfo ha perdido la iniciativa y lejos de atacar como el perro de presa que dice ser, se le vuelve el rabo entre las piernas. No sabe cómo actuar, la emoción lo ha dejado perplejo, rechazando la invitación al sándwich que ella gentilmente le está ofreciendo. Todavía no hemos salido a caminar, dice el muy pendejo. Eso que importa, insiste ella. Ven cómete algo, algo siempre es mejor que nada.  En ese momento le vienen ideas confusas, se siente turbado, no está seguro de las palabras.
Se le está enredando el volantín, le viene a la mente la tragedia de su primo Francisco que estuvo meses detrás de una mujer y el día que ella decidió acostarse con él no le funcionó la pinga.  Por allí comenzó su amistad con el sexólogo, quien le hizo terapia y parece que al final logró su cometido. Pero de todos modos eso es como para echarse a morir.  Imagínate, uno a esta edad y que se le presente un chance y cuando estás allí, delante de la fémina. ¡Nada!, disfunción eréctil, como me contó el médico. Y fíjate que yo le dije, ten cuidado con la ansiedad, relájate, siempre es bueno tomarse unos tragos, luego viene ese juego de tocarse, sin apuros, no pienses en penetración. Practica el tantrismo, es más un arte que una técnica, lo inventaron en la India, la tierra del milenario Kama Sutra y el Ananga Rama.
¿De qué verga estás hablando? –preguntó Francisco con asombro en esa oportunidad.
Fue cuando entendí la tragedia del primo. Su ignorancia en el tema del amor era proverbial. En el tercer intento no había podido culminar la faena y definitivamente, eso desconcierta a cualquiera. Me ocupé del asunto, ese es un problema de salud pública y de seguridad social. Es más, le presté el carro y el muy idiota dejó en el asiento todas las evidencias.  Lo que vino después fue una telenovela, ¡Qué te puedo decir!
Adelfo termina el sándwich, bebe el café con leche hasta el final y se limpia la boca con la servilleta. No tenías que contarle a la deportista nada de eso.  -Se dice para sí. ¡Eres un lerdo! Ahora va a creer que lo del primo es un cuento autobiográfico,  una realidad encubierta por la ficción.
¿Y el primo, en qué paró todo, no lo has vuelto a ver? –la deportista preguntó sin alarma.
Yo creo que si el hubiera conocido esas pastillas la historia fuese diferente. No lo volví a ver, se molestó conmigo cuando la esposa lo descubrió. Nadie en esa familia me habla. Me convertí en el malo de la película. ¿Qué te parece?
¿Y tú, no necesitas ayuda? Todavía eres joven. –la deportista le sonrió con picardía.
Adelfo se sintió magnífico, por fin alguien no le llamaba viejo. Se vio allí en una casa bonita, entrando por la puerta grande, seducido por las piernas, las caderas, las tetas de una deportista. ¡Dios, y aquellos ojos!  Recobró con lentitud la compostura, recordó sus mejores momentos cuando comenzó a trabajar en la compañía petrolera. Eran otros tiempos, uno se iba hasta El Rapallo, La Hoyada, El Chicote y allí pasaba la tarde del sábado, bebiendo cervezas de lo lindo, degustando las tapas, apostando a los caballos.
Fíjate que no, no las uso, no tengo necesidad de eso, aunque me gustaría probarlas un día a ver que ocurre –dijo Adelfo insinuante.
¡Síííí! –se le escapó la emoción a la deportista.
La deportista es una mujer diseñada para ser amante. Divorciada y reincidente, independiente, segura y algo dominante. Del primer marido le ha quedado un negocio que ella administra con eficiencia. Del segundo una niña que vive con su abuela. Se ve muy bien, tendrá unos treinta y ocho, cuarenta años a lo sumo. Los ejercicios diarios y la dieta balanceada,  natural, la mantienen en forma. No hay un trazo de celulitis, estría, arruga en su piel mediterránea. Sutilmente desvía la conversación hacia la cuestión erótica, le interesa saber si Adelfo no la va dejar a  mitad de camino. Vestida y alborotada. No piensa repetir experiencias tristes, malas tardes, frustraciones que producen dolor en los ovarios.
Adelfo regresó a su casa como a las ocho y media, se le había ido el tiempo conversando, trompeando la cerca del chiquero como le diría su padre.
¿Por qué tardaste tanto? –preguntó Leticia.
Me quedé leyendo el periódico en la panadería. –respondió secamente.
Receloso, trajo la prensa, un par de canillas y el jugo de naranja. Volvió a desayunar.  Pasó esa semana haciendo planes,  la emoción lo había desbordado. En eso Adelfo era muy crédulo, desde muchacho se hacía ilusiones con las mujeres, recordó al pequeño Bermúdez  y unas palabras de éste cuando eran adolescentes.
Adelfo, las mujeres son hijas del demonio, no creas todo lo que te dicen y menos si lloran –sentenció el enano aquella tarde del sesenta y siete, un mes antes del terremoto.
Precavido, habló con su amigo. No dijo nombre, lugar, fecha que lo pudiera comprometer. Carlos,  mucho más corrido, veterano de mil batallas, lo reconvino por ser tan zopenco, enamorándote solo a estas alturas. ¡No parecen cosas tuyas!  Adelfo no se inmutó, pero recibió el zarpazo. No muy lejos de ese día decidió poner en práctica su programa personal. Pensó en Leticia, iba a probar las virtudes de la famosa pastilla antes de intentar la aventura amorosa con la deportista. Habló mucho ese día, fue amable, lavó los platos. Me tomo la píldora una hora antes, de modo que al ir a la cama el efecto debe estar allí, en el miembro, en la naturaleza masculina haciendo su labor.
Ocurrió que Leticia, cansada de limpiar y bregar con los nietos, estuvo viendo la telenovela y cuando le dio sueño se volteó, acomodándose en su lecho. El inflamado Adelfo la tanteó, la zarandeó, la procuró y nada.
Viejo, duérmete, deja el fastidio. –le dijo con cierta rabia.
Esa noche el corazón de Adelfo se le iba a salir por la boca.  Se quedó con el madero en el hombro. Ni siquiera pensó en la autocomplacencia, le daba vergüenza esa desventurada situación. Se levantó temprano, más de lo acostumbrado, con la amargura en la lengua, enardecido, parecía un basilisco.
¡Qué desperdicio! –se decía una y otra vez.
Al poco rato, ya calmado, pensó con entusiasmo en la deportista, el carruaje de la buena ventura se acercaba, a los tres días dirigía sus pasos otra vez hasta La Píccola, probaría suerte con la nueva amiga que a la postre estaba esperando que el pusilánime se decidiera. Con el mayor sigilo, nadie se enteraría, fue hasta el coliseo.  Ese era su preciado tesoro, el secreto de su alma aventurera.
¿Quieres probar mi resistencia? –le pregunto Adelfo con una sonrisa amable. El pensaba en la pastillita azul.
¡Sí, mi rey! –le respondió la atlética mujer.  Si lo logras soy tuya, hoy y mañana,  por los siglos de los siglos.
¡Amén!. –respondió Adelfo quien no podía dar crédito a lo que estaba escuchando.
¡Ven mi rey! –y se lanzó a caminar, luego a trotar y después aquello parecía una gacela.
A los doscientos metros el viejo Adelfo cayó, sin aliento, desmayado, apenas consciente. Tuvieron que llamar a Urgencias Médicas. ¡Oxígeno, oxígeno! Mira hacia arriba y observa como en un sueño a los tordos mirlos en su tálamo. Ahora, cada vez que pasa por La Píccola, todavía no ha dejado de caminar, intenta cruzar hacia la izquierda con recato.  Lo ocurrido, ha dicho, se lo llevara hasta la tumba.

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