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viernes, 19 de julio de 2013

LOS ESTABLOS DEL REY JUAN CARLOS, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España

A don Mariano José de Larra, maestro de maestros.

Limpiar las caballerizas por medio del río significa: purificar el alma (lo subconsciente) del estancamiento trivial gracias a la actividad vivificante y sensata, con el fin de liberar a los “bueyes brillantes” para alcanzar de esta manera su vida sublime.
Paul Diel, El simbolismo en la mitología griega.

El libro de Paul Diel[1] se publicó poco antes de mayo del 68, cuando al hombre, por breve tiempo, le fue dado mirarse y analizarse, estudiarse e intentar conocerse para, tal vez, tratar de ser mejor. Nosce te ipsum. Eran tiempos en los que, por fortuna, no hacía falta estar todo el día pendiente del Imperio Romano ni de sus cónsules, pues las leyes funcionaban; y cada uno, visto un poco en retrospectiva, cumplía con sus obligaciones sin más, y con una cierta confianza en el futuro. Más o menos, pues no se trata ahora de hacer un canto ni alabanza de tiempos pasados a los que se termina por añorar. Cualquier tiempo pasado, pasado fue; y no hay más, salvo que se estudie en profundidad, sine ira et studio, sin encono ni parcialidad, a fin de extraer lecciones para el presente. No es el caso.



[1]      Paul Diel, El simbolismo en la mitología griega, Traducción de Mario Satz, Editorial Labor, Barcelona, 1976

El caso es que estando el otro día en la cola del paro, las desgracias siempre nos alcanzan a todos, una persona comentó, con evidente exageración, que los políticos, con dos o tres meses cotizados, se jubilan con su paga íntegra, mientras que el resto de los mortales tenemos que estar trabajando toda la vida, los que pueden, y cobrando una miseria. Y, como va a ser preceptivo, deberemos morirnos nada más nos apartemos, o nos aparten, de nuestro trabajo: no se pueden pagar pensiones de jubilación, que ya han recortado hasta la mínima expresión. El paso siguiente, en estas bonitas reformas con las que nos alumbra el gobierno, va a consistir en instaurar la pena de muerte a partir de los 65 años, más o menos. Así el Estado conseguirá ahorrar muchos millones de euros y llenar las arcas. Es curioso: estamos en contra del aborto, seguramente porque hace falta mano de obra barata o fieles agradecidos; pero cuando esta deja de ser eficiente hay que deshacerse de ella, sin que ningún amante de la vida ni de la ética proteste ni se manifieste: no se puede mantener a gente que no trabaja. Es comprensible. Por supuesto el jubilado podrá escoger el método por el que, necesariamente, y mejor antes que después, tiene que dejar este valle de lágrimas, cada vez más amargas.
A tan sarcásticas y amargas apreciaciones, respondió otra persona, leída ella, diciendo que Hércules, Herakles en griego, se había jubilado tras realizar doce trabajos de poca monta, dado su vigor físico... No fue así, ni mucho menos. No obstante, la mención de Herakles hizo que dejara de prestar atención a los sarcasmos e ironías de los parados mientras hacían cola. En aquel momento me quedé aterrorizado: había olvidado por completo quién era Herakles, y qué trabajos tuvo que realizar. Últimamente, la verdad, estoy un poco obsesionado con el alzheimer y la dependencia.
La prestación que me ha quedado por desempleo es un asco, y no tengo a donde ir. No obstante, dado que me estoy medicando, soy enfermo crónico, y algunos medicamentos que tomo son un tanto peliagudos, he pensado hacer lo que el otro día hizo una persona un poco mayor que yo: sacó todas las pastillas que tenía en el armario, no sé si consciente o inconscientemente, y se hizo una tortilla con ellas. A los medicamentos, fritos con huevos frescos, les añadió espárragos verdes y una copa de un buen vino. Dicen que lo encontraron con una enorme sonrisa de felicidad. El Estado, además, le envió una corona de flores fúnebres, pues le ahorró una importante pensión, que le ha venido muy bien para organizar algún que otro evento, o para pagar los emolumentos de algún necesitado ministro, o la comunión de un angelical hijo. Todo un detalle.
Me fui a casa sin haber solucionado nada, ni encontrado trabajo; pero contento porque eso me iba a permitir estar de nuevo en la cola del paro, donde siempre se aprenden cosas nuevas. Ahora bien, llegué a casa un tanto molesto, y no por los no resueltos problemas burocráticos, yo también tengo muchas pastillas, sino por mi olvido de Herakles y de sus doce trabajos. Me puse a revolver los pocos libros que todavía me quedan, los otros los he tenido que vender para poder comer algún que otro día, y no encontré nada de cuanto buscaba. En una caja de cartón, que casi nunca abro, tengo mis libros de bachiller y de la carrera. La abrí, y me acordé de aquel famoso refrán de Dios aprieta pero no ahoga, pues me tropecé con una vieja gramática de latín, y con un ingente montón de folios escritos, qué tiempos aquellos, a máquina. Allí estaban, en latín, en la lengua de César, las historias de Perseo, Odiseo, la nave Argos... y, por supuesto, la vida del bueno de Herakles. Me puse a leer enseguida. Aquella lectura, sin duda, fue mi salvación.
Tenía el latín tan oxidado y tomado de orín como la vieja armadura de don Quijote. Pero, al igual que este, me retiré a mis  aposentos, saqué un viejo diccionario, los amarillentos apuntes y las viejas y gastadas gramáticas. Lo extendí todo, hasta lápices y gomas de borrar tenía, en una gran mesa. Daba gusto ver tan bello montaje. Era el regreso de los viejos tiempos, cuando estaba lleno de proyectos e ilusiones... Me costó mucho, al principio, leer dos líneas seguidas; luego, poco a poco, con gran alegría por mi parte, fui recuperando la memoria: las declinaciones, los verbos, los valores del cum y del ut... Y comencé a sentir tan gran placer con el dichoso latín, que me olvidé de ir a la oficina del paro, y me olvidé de todo. Si quieren, me dije, que me metan en la cárcel o me tiren a un estercolero, igual allí tengo mucho más tiempo para leer y estudiar. Al fin y al cabo ya hace años que me acostumbré a hacer una sola comida al día: ya no quiero vender más libros. Y mi alma, por desgracia, tampoco la desea Mefistófeles. Estaba dispuesto a cedérsela por un plato de lentejas diario hasta el día de mi muerte. No la quiere. O, al menos, no viene a decir nada. Y eso que le he argumentado que tengo que pagarme las medicinas. Que, por cierto, ya no me dan las que me tomaba, sino otras distintas; estas últimas no son iguales, lo noto; pero, por el contrario, son más baratas. Sé que ahora no dan los medicamentos mejores o más efectivos sino los menos costosos. A qué punto hemos llegado. Comparado con esto los establos del rey Augías eran un jardín lleno de flores. Hasta han estafado a la gente mayor con todo eso de los preferentes... Sospecho que a no tardar mucho nos recetarán cápsulas de cianuro a fin de abaratar costes. Confiemos en que los médicos no firmen cualquier cosa que les pongan delante. La prevención, sin embargo, no me abandona. Al fin y al cabo ya nos hemos acostumbrado a que cuando hacen una tropelía los políticos, y algún juez trata de enderezarla, se cambia la ley, y se legaliza la tropelía. Así da gusto. Como decía la madre Celestina a tuerto o a derecho, nuestra casa hasta el techo.
Me sorprendió ver el empeño que puse en leer en latín, y la cantidad de horas que dediqué a ello. Cuando me cansaba de traducir, leía el libro de Paul Diel. Pensé entonces, leyéndolo, que la grandeza del mito reside en su eternidad, es decir que igual aguanta una interpretación como la de Diel que como la que estaba haciendo yo. Al cabo de varias semanas, todavía sorprendido por mi enorme interés por el latín, di en pensar en el porqué de esta afición de última hora. Y la respuesta fue simple y sencilla, como todas las respuestas: todo cuanto me rodea es tan bajo y mezquino, tan miserable y pobre, tan sumamente mediocre, que mi única salvación estaba, y está, en donde siempre ha estado: en los libros y en el estudio. Y fue entonces cuando me propuse leerme a Séneca en el original: ya no iba a perder el tiempo solicitando trabajos sucios y miserables, esto o aquello, o haciendo colas para conseguir prebendas de cinco euros. Me iba a dedicar a estudiar, e iba a tratar de olvidar la corrupción que me rodea, las peleas de gallos de los políticos y la ineptitud de unos y de otros, que está llevando a la sociedad a las épocas de la selva, cuando imperaba la ley del más fuerte, que siempre ha sido el Estado. El maldito y omnipresente Estado, formado por gente de la que es mejor no hablar. Guardando silencio no nos mancharemos la boca.
No tardé mucho en enfrentarme con la vida de Herakles, hijo de Alcmena, y con sus famosos doce trabajos. Sí, la vida de Herakles es factible de ser interpretada desde muchos puntos de vista. Cada época, por lo tanto, lo ha visto de forma distinta. Para mí, en estos días, ya al final de mi vida, espero, los establos del rey Augías simbolizan, pese a que nada se dice de dicho rey, la corrupción política y de toda una sociedad. Los bueyes del establo son los políticos y las fuerzas vivas, que no hay cosa que toquen que no conviertan en lo contrario al oro; pero ni por un momento pensé que Herakles tuviera que ser un caudillo, un salva patrias que nos iba a liberar de las inmundicias y los excrementos de los animales de turno. No supe a quién atribuirle dicho papel como no fuera a todos y cada uno de nosotros. Pues tampoco encontraba un río lo suficientemente fuerte y poderoso, capaz de llevarse por delante tantos y tantos años de corrupción y de malas prácticas, consentidas cuando no jaleadas por casi todos. Limpiar los establos del rey Juan Carlos en esta época de empobrecimiento sistemático, de total corrupción, es tan inútil como, y el mismo Herakles lo hace, disparar flechas contra el sol porque tenemos calor. Es genial. Pero lo más genial de todo es que al sol le hace gracia la audacia de aquel hombre, y le regala una nave de oro con la cual navega Herakles cuando los vientos le son favorables. ¿Se dejó corromper el viejo héroe? Cuesta creerlo. Aquí, desde luego, no es conveniente poner la mano en el fuego por nadie. No hay día que no nos desayunemos con un nuevo caso de corrupción y un con una nueva defensa, encarnizada, de los culpables por quienes tienen intereses comunes. Un delito es punible según quien lo hace. De la justicia mejor no hablar: si uno es inocente hasta que lo dice un juez, este es imparcial hasta que se enfanga en ciertos berenjenales que salpican al Estado. El poder corrompe. Creo que la frase es de Sócrates. Si me da tiempo, dado el futuro que me espera, también estudiaré griego clásico.
Siempre, sin embargo, tal vez allá en lo más hondo de nuestras personas, hay algo que permanece incólume hasta con el paso de los años, la pérdida de todos los derechos, y la desaparición de la hidra, que no del veneno. No sé porqué, siendo un jovencísimo estudiante, un crío, un profesor nos leyó un día la historia de Herakles... Aquella lejana mañana, la recuerdo como si fuera hoy, se me despertó una profunda simpatía por Herakles; y sentí una enorme lástima por él. La he recordado con suma viveza. Y desde luego ningún político ni politicastro actual se le asemeja ni se le puede asemejar: les falta grandeza y amplitud de miras, entrega y pasión. Ellos sólo sirven para ensuciar establos que tienen que limpiar los demás. Lo han ensuciado todo tanto y hasta tal extremo que están desnudando a la sociedad para que vivan bien quienes poseen el capital y los negocios. En el caso actual la porquería ha salido de los establos, los ha rebasado y llega ya a las estancias más altas y más íntimas. Es más sencillo, a estas alturas, meterse en el pantano, o enfrentarse con el león de Nemea, que intentar si quiera corregir lo que tantos años lleva torcido y oliendo mal, tan mal como una inmensa cloaca. Y lo peor es que no hay voluntad de mejorar. Afortunadamente, siempre hay algo bueno en todas las cosas: no tengo hijos.
Estoy escribiendo una gruesa biografía del héroe. Cuando la termine me haré una magnífica tortilla de medicamentos. En esta vida hay vivencias, como las de Herakles, o la de aquel anciano, que son clásicas, es decir dignas de imitación. El establo emite un hedor insoportable. Y la cola del paro cada vez es más larga y más joven. ¿A dónde irá el buey que no are? Espero que el Estado tenga la decencia de no enviarme ninguna apestosa corona. Gracias.

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