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lunes, 14 de octubre de 2013

LA PARTE SECRETA ® NOVELA, por H.R. Malkiel, de Buenos Aires, Argentina. Capítulo uno: Una muerte y un viaje.

 “No nos quejemos de los padres, sino del lazo de paternidad, que está podrido.”
Jean-Paul Sartre. Las palabras

Una fría e impersonal llamada telefónica fue todo lo que recibí a modo de aviso cuando murió mi padre. Si dijera que mi reacción fue de inconsolable tristeza estaría mintiendo; hacía diez años que no cruzábamos palabra y de no haber sido porque yo era su único heredero, creo que ni siquiera se hubiesen tomado la molestia de avisarme.



Mariel derramó algunas lágrimas que me parecieron del todo injustificadas; pensé que era una tonta, aunque el amor me impidió decírselo. Ella había aprendido a no indagar sobre ese hombre y a no preguntar por las circunstancias en que se había producido el fin de esa relación. Siempre fui una persona más bien solitaria y Mariel había sido toda la familia que necesitaba. Los domingos por la tarde visitábamos a sus padres en la quinta que tenían en Pilar y podía presenciar muestras de afecto filial que, por desconocidas, me resultaban ajenas, y no extrañaba.
Mi madre murió apenas unos meses después de que yo naciera. Algunas noches, tengo la sensación de un incierto perfume que no es el mío, ni el de Mariel, supongo que es el recuerdo del perfume de mi madre, auténtico fósil viviente de mi prehistoria personal, que se niega a morir a pesar de que, por mi temprana edad, me es imposible recordar alguna ocasión que haya compartido con ella.
Tengo su rostro en la memoria gracias a las fotografías: siempre sonriente, maravilloso y estático. Sin vida.

No sé si mi padre no supo qué hacer conmigo o si no le importó (para el caso vendría a ser lo mismo); a partir de los cuatro meses viví con mis abuelos, los padres de mi madre. Viejos y cansados como estaban se hicieron cargo de mí hasta que cumplí los dieciocho, para después morirse sin remordimientos, con la burocrática exactitud de mi mayoría de edad.
De cuando en cuando, mi padre venía de visita para asegurarse de que no había ningún reclamo. Enviaba dinero suficiente para que me mantuvieran en el mejor de los mundos y dejó de preocuparse. Ni siquiera estoy seguro de si lamentó la muerte de su esposa. No tuve ocasión de saber si lloró en su entierro, porque jamás me atreví a preguntárselo a mis abuelos.
Yo me despedí de mi madre sin saberlo, o mejor dicho, ella se despidió de mí en la última visita que le hice en el hospital, una semana antes de su fallecimiento, en una de las pocas horas en que se encontraba lúcida.
Hay cosas en las que es mejor no escarbar. La muerte puede llegar a ser algo vulgar; si uno tiene buena imaginación, es mejor quedarse con una romántica despedida imaginaria.

La abogada que me llamó esa mañana se llamaba Andrea Soler, el nombre me sonó levemente familiar; imaginaba el porqué, pero el nítido detalle me resultaba inaccesible.

Mi padre había pasado los últimos veinte años de su vida viajando entre Europa y Argentina. Como yo, o mejor dicho, yo como él, era escritor.
Siempre es llamativo ver que, en muchas cuestiones, se terminan tomando los hábitos y las tendencias de nuestros progenitores, incluso el carácter, por más que uno haya decidido romper con ellos hace años. En mi caso, la razón era sencillísima: escribir es lo único que sé hacer. Ya en la escuela primaria le señalaron a mis abuelos la aparente facilidad y gracia con que había llenado de historias mi cuaderno de comunicados. “Va a ser escritor, como el padre”, les había dicho la maestra, regocijándose en una satisfacción tal vez fingida, tal vez verdadera. Los viejos se miraron. Cuando llegamos a casa, mi abuelo, quien siempre se cuidó de hacer planes y comentarios sobre mi futuro, hizo un pequeño fuego en el patio del fondo y echó el cuaderno a las llamas, cuarenta y ocho hojas, “forro araña”, color azul.

No me importó. En cuanto tuve la oportunidad tomé la salida fácil y publiqué mi primer libro con el mismo editor que mi padre. Creo que fue lo único que él hizo por mí, obligar a su editor a publicar el libro de su hijo. Eso fue hace doce años.

Habiendo tomado su carrera decidí alejarme de su personalidad en otros aspectos. Traté de ser lo más cariñoso posible con mis eventuales parejas, seguro de que él no lo había sido con mi madre. Aún ahora, a pesar de que mi relación con Mariel se ha vuelto inconfesablemente más fría y aburrida en el transcurso de los años (en especial desde la convivencia), trato de ser la persona más atenta. A veces es fácil perseverar en los errores tomándolos por virtudes.

Entre viaje y viaje, sabiendo que le quedaba poco tiempo, mi padre decidió morirse en Córber, el mismo pueblo en el que yo nací y donde me críe y del que él, al igual que mi madre, eran oriundos.

A pesar de no ser un escritor afamado podría decirse que tenía una obra bastante concisa y decente. Lo mismo que a mí, la escritura le había permitido vivir de lo que le gustaba. Si debo ser sincero, en mi caso, escribir no es algo que me quite el sueño, simplemente soy bueno para contar historias no demasiado profundas ni intelectuales. Sé que jamás voy a ganar un premio Nobel y cada que vez que alguien me pregunta en alguna minúscula entrevista por qué decidí dedicarme a la literatura, contesto con una perpleja sinceridad que es tomada por broma: “Lo hago porque es preferible a  tener que trabajar”.
Hace cinco años, antes de conocer a Mariel, decidí probar el mundo lejos de las “letras”; experiencia que terminó en dos meses de depresión. Conseguí trabajo en una oficina y a pesar de que disfrutaba de la novedad de la compañía (sobre todo de las compañeras de pollera corta corta), con los meses se me fue haciendo insoportable el encierro.
Estoy acostumbrado a no hacer mucho en cuanto a escritura se refiere, dedico apenas unas tres horas por día en las que logro redactar entre cinco y diez páginas. Más que suficiente. Ocasionalmente puedo llegar a escribir para alguna revista. Tengo la suerte de ser uno de esos escritores que trabajan con bastante facilidad y que se dejan llevar por sus dedos sobre el teclado como poseídos, sin importar que afuera el mundo se esté cayendo a pedazos. Puedo darme el lujo de salir con la notebook y desayunar en algún bar de Caballito mientras “trabajo”. Cualquiera en mi situación haría lo mismo. Escribo como los pájaros hacen nidos, por instinto, porque lo llevo en la sangre, sin que me cueste trabajo, pero también, sin más pretensiones que la utilidad ni más talento que el mínimo necesario.

Mariel es una mujer independiente, así es que no me exige demasiado en cuanto a responsabilidades. Nos dividimos las cuentas a pagar y cada uno maneja su plata como mejor le parece, un lujo que cada vez se ve menos en la clase media a la cual, a pesar de mis reparos, pertenezco. Somos jóvenes, yo tengo treinta y ella veintisiete, no tenemos hijos ni planeamos tenerlos en un futuro cercano.

Esperó de brazos cruzados sin saber muy bien qué debía decirme, inmóvil como un tótem, mientras yo preparaba el bolso de viaje con algunas mudas de ropa que no dejaban de parecerme demasiadas.  Inquietante su mirada hermosa montada sobre sus ojos hermosos.
Mi plan era liquidar rápidamente el tema de la herencia, firmar lo que hubiese que firmar y regresar con prontitud a Buenos Aires. Ella, los brazos cruzados, hermosa, me esperaría.
A pesar de que no había tenido una relación con mi padre, sí estaba interesado en lo que podría heredar. Puede sonar frío, interesado (a veces lo soy), pero hacía tiempo tenía ganas de tomarme unas buenas y lujosas vacaciones en Brasil, para darle el gusto a Mariel. Habíamos viajado en años anteriores, pero quería que esta vez fuera especial. Pensé que ese hombre había guardado durante sus últimos años de vida bastante dinero y en mi cabeza lo veía como una aceptable compensación por su deficiente paternidad. Además, mis planes también incluían algún breve recorrido por los lugares que hacía diez años no veía. La relación con mi padre podía estar podrida, pero eso no implicaba que no me interesara comprobar cómo estaba Córber, después de todo, había pasado una infancia moderadamente feliz, y a pesar de la inevitable soledad en ciertas ocasiones, Córber era un gran lugar para ser un chico: concurría a la escuela por las mañanas, al llegar a la casa de mis abuelos almorzaba, hacía la tarea y para las dos de la tarde estaba libre; entonces podía dedicarme a jugar al fútbol en aquellas canchas que eran más de tierra que de pasto, hasta que la oscuridad de la noche nos privaba de la visión necesaria y los mosquitos de los alrededores comenzaban a darse la gran vida con nosotros.  

Ella insistió un par de veces. Me dijo que se podía tomar algunos días de su trabajo y viajar conmigo. Tal vez creyó que en cualquier momento la realidad iba a golpearme, duro como la patada de un caballo, y me daría cuenta de que, para bien o para mal, me había quedado sin parientes de sangre. Quizás creyó que eso me resultaría doloroso y quería estar conmigo, pero en verdad hacía tiempo me había acostumbrado a esa idea. Es más, ya la había aceptado completa y mansamente. Confieso con culpa que a pesar de lo mucho que quería a Mariel (y aún quiero, porque todo es complicado), la idea de tomarme un respiro de la relación y de la convivencia me resultaba agradable. Traté de justificarme convenciéndome de que el descanso también sería bueno para ella, y por lo tanto, bueno para la pareja.

Dada la relativa cercanía de Córber, mi plan de viaje era bastante simple: primero tomaría un micro hasta algún pueblo cercano sobre la ruta nueve (no hay micros que lleguen directamente a Córber), me bajaría en cualquier parador y le pediría a algún camionero que me llevara hasta allá. La principal actividad del pueblo es la agrícola; los camiones llegan y salen con cierta regularidad. Conseguir quien me lleve no sería problema.

En ese entonces no tenía mucha idea de lo que me iba a encontrar en cuanto llegara, no me pareció oportuno pedirle a la abogada que me telefoneó desde el pueblo que me diera detalles sobre aquello que había heredado. Su nombre, Andrea Soler, hizo eco dentro de mi cabeza, buscando el recuerdo correspondiente. Intuí que se trataría de alguna ex compañera de estudios que había decidido quedarse en ese pueblo. No la envidié por eso. Soy de esos escritores que viven mayormente de noche, Buenos Aires es la ciudad ideal. No voy a negar que es sucia como una letrina (sobre todo comparándola con otros países cercanos, como Uruguay), pero uno pone su cariño en cosas incomprensibles.
A último momento Mariel tuvo el gesto de pedirse un par de horas en el trabajo y llevarme hasta Retiro, para que abordara el micro; yo no conduzco y jamás me ha interesado aprender.

Nuestra relación no era mala y no nos faltaba amor, es sólo que con el tiempo las cosas se pueden volver demasiado aburridas. Conocer profundamente a alguien es, tarde o temprano, fatal para una relación, al menos en mi experiencia. Después de dos años de noviazgo y dos de convivencia comenzaba a sentir el peso de los días. En más de una ocasión ese sentimiento me hizo sentir culpable, es como un tira y afloja entre lo que uno cree que debe mantener y lo que la cabeza le está diciendo que no va por el mejor de los caminos. Quizás sea simple tenacidad, o simple estupidez.
Nos despedimos con un profundo beso y abordé. Ella me saludó a través de la ventanilla una vez más mientras yo partía hacia Córber, con la idea de permanecer apenas dos días. Previsión que no se vería cumplida según mis planes.

4 comentarios:

  1. Un escritor con desencanto, por ser escritor, no demasiado entusiasmado por su mujer. Podría ser un narrador cínico.
    Es un buen comienzo.

    Recomiendo
    http://letradigitaluruguay.blogspot.com.ar/

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    1. Gracias por tu interes y tus apreciaciones. Saludos!

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  2. Excelente comienzo!!

    Nos parece que esta va ser una de las mejores novelas que publicamos

    Con afecto al autor

    Eva y Carlos

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    1. Gracias a ambos, por el interés y los comentarios elogiosos y el espacio. Saludos!!

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