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martes, 4 de febrero de 2014

PROPIEDAD HORIZONTAL, por Ana Carrasco (*) de Buenos Aires, Argentina.


Tengo que reconocer que el edificio me gustó de entrada. Convengamos en que por entonces yo era un recién llegado de Arrecifes y era mi primera experiencia en un departamento. En el campo tenemos casas con “patio”, jardín y quincho y nadie concibe vivir apiñado con el vecino. Pero me había propuesto ser escritor y el sueño me había traído a Buenos Aires donde me anoté en la Facultad de Filosofía y Letras y me empleé como administrativo en la empresa de un amigo de mis viejos.

Así había llegado al edificio de San Juan y 24 de Noviembre en busca de una vivienda económica. Una parienta lejana me dio el dato de una amiga que en él se alquilaba un dos ambientes y me pareció justo para mí. Quedaba en el quinto piso y tenía un balcón a la calle que daba  a la avenida San Juan. 

Lo primero que me llamó la atención fue la edad de mis vecinos. La mayoría eran parejas mayores o jubilados solos que recibían bien de vez en cuando la visita de sus hijos. En la primera semana de convivencia descubrí que eran gente de hábitos muy arraigados: almuerzo antes de las 12, cenas tempranas, rigurosa siesta y un cese total de actividades pasadas las 10 de la noche. Ninguna de esas cosas me molestaba así que una vez que decidí que jamás podría invitar a mis compañeros a estudiar en mi casa, decidí dedicar las noches de absoluto silencio para leer todos los textos que me demandaba la cursada.
Hasta aquella madrugada de verano en la que estaba enfrascado en las cartas de Flaubert mientras escribía Madame Bovary. Había elegido leer en el dormitorio para evitar el sonido del tránsito sobre San Juan. Entonces a través de la ventana que daba al pozo de aire y luz escuché algo parecido a un gemido. Lo atribuí a un murciélago o alguna otra alimaña nocturna pero comenzó a repetirse con mayor intensidad al punto que me obligó a interrumpir la lectura.
Así que me acerqué a la ventana  que estaba abierta para atrapar alguna brisa inexistente en una noche bochornosa y me asomé para ver si identificaba el origen de aquellos ruidos. No lo conseguí ya que todo era silencio y oscuridad en las ventanas vecinas. Pero el gemido, que para entonces era un jadeo persistía.
Aunque no había palabras era claro que aquel sonido provenía de la garganta de una mujer. También que acompañaba un acto sexual y que aquella chica, que se me antojaba joven, la estaba pasando de maravillas. Lo confirmé cuando el jadeo se convirtió en un aullido que rasgó la noche.
Fue entonces cuando algunos de mis vecinos de hábitos diurnos manifestaron su disconformidad. Primero tímidamente y luego con mayor convicción empezaron a surgir chistidos y expresiones de censura de variado tenor: “¡Degenerada!”, “Impúdica”, “Este es un edificio para familias y no para prostitutas” y otras por el estilo que denotaban reproche, enojo y quizás un dejo de envidia.
Pero ella no se dejó influenciar por la condena generalizada que surgía del pozo de aire y luz. Sus gritos fueron creciendo en intensidad y pasaron del ronroneo de una gata en celo al alarido de una diosa que reclamaba algo que era muy suyo, una ofrenda votiva que su compañero había ido a depositar en su altar.
Para ese entonces ya había renunciado a los sufrimientos de Flaubert y su ama de casa soñadora y estaba en cuclillas junto a la ventana para captar cada uno de los sonidos que salían de la garganta de aquella mujer desconocida. Siguieron los bramidos durante un rato y alguno que otro quejido y casi pude imaginarme su boca cuando aquellos ruidos salían de ella. Pude ver su cuerpo desnudo, imponente y cuasi animal y aquella cama en la que gozaba, pegada a la ventana del patio interno del edificio.
No quise ni pude construir ninguna hipótesis sobre su compañero. Los rugidos de la diosa tapaban cualquier sonido que él pudiese emitir. Uno podía haber pensando que ella era una bestia en celo enfrascada en un culto solitario de no haber sido por los gritos mediante los cuales le exigía a su pareja que no se detuviese, lo alentaba a seguir o lo premiaba con epítetos cariñosos.
Mientras los gritos iban in crescendo me sentí bañado en transpiración. Cada aullido de aquella mujer despertaba en mi cuerpo sensaciones inesperadas. La presentía tan cerca que quizás, hubiese podido tocarla con sólo extender la mano. Cada milímetro de mi piel estaba alerta y respondía a los sonidos que salían de esa garganta.
Hasta que llegó el estallido final que fue un clamor grave y profundo y terminó de pronto en una exhalación. Yo me fui con ella, donde quiera que estuviese y no tuve fuerzas para retomar Flaubert. Me dormí mirando el trozo de cielo oscuro que se veía a través de la ventana abierta soñando con la diosa en celo con la que había gozado esa noche.
(*) Seudónimo

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