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viernes, 23 de mayo de 2014

FELIPE Y LOS BESOS (NO), por Alfredo Nazca*, de Rosario, Argentina

Me acuerdo que fue para septiembre, momento del año en que la mayoría ya empieza a olvidar el frío del invierno y se detiene a pensar en la rapidez con la que pasa el tiempo.

En eso en que los bares o los cines comienzan a llamarse ríos y playas, las estufas, ventiladores de techo, los cafés, gaseosas con pajita, los sacos de lana, bermudas de algodón, época del año en que el humo ya ha dejado de salir de las bocas de la gente y de las chimeneas de las casas que se pierden en medio de la ciudad, franja temporal en donde las primeras madres sienten que ya es hora de abrir los toldos de lona o de chapa, que ya es hora de desafiar a este mismo sol de siempre, que se viene tan estruendoso, tan repentino y difícil... ¡chus!... el sol en la vista nos hace estornudar y nunca pude saber muy bien por qué.
Felipe está en un parque, solo, tiene árboles y pájaros, tiene perros y bicicletas que andan, personas, chicos, gente grande, una parejita de viejos que van así, apoyados el uno sobre el otro, y entonces no se puede acertar con precisión a cual de los dos se le hace más difícil el paso, porque van muy juntos, todavía de la mano, todavía sintiéndose tan novios que hasta a veces...
Ella se mete adentro de un cantero, viola el cartel que dice prohibido pisar el césped, arranca la única flor de primavera que hay en toda la ciudad –ella no lo sabe pero yo sí– y después se la regala a él, que se pone todo tan contento, todo tan almibarado, que hasta ríe y juega con ese amor como si éste fuera un huevo de chocolate al que primero se le come lo de adentro y más tarde lo de afuera.

Todo esto es para Felipe, algo así como una canción en acordes menores o la introducción a la poesía moderna, no se sabe muy bien, pero lo que sí está claro es que a Felipe le encanta lo que está pasando, le entusiasma tanto ese juego que comienza a seguir a los viejos que están enamorados, como si se tratara de un espectáculo callejero.
Felipe ansía y se muere de ganas por ver qué sigue; escondido tras los árboles y haciéndose el que está en sus cosas, los contempla, los degusta e implora con locura un beso... un beso en la boca entre los dos, sería bárbaro –piensa– con eso sí que habría que aplaudir, porque sería una rareza social que así, sin tantas vueltas o explicaciones, no estaría haciendo más que una denuncia esculpida en modelo vivo a los criticones que dicen que queda feo, que queda horrible que las personas grandes se mimen frente a otros.
Pasa así que los viejos descubren a Felipe y le hacen señas para que vaya y él, se hace el desentendido, mira hacia otro lado, tose, se agacha para atarse los cordones pero, problema-problema, lleva mocasines y con eso se evidencia demasiado como para seguir haciendo el ridículo.

–Venga, muchacho –dice el viejo.
–¿Yo?
–Sí, usted, venga, venga.
–¿Qué pasa, abuelo?
–Usted... ¿qué es lo que mira? –pregunta el viejo.
–Nada, no quiero perderme un beso entre ustedes –señala Felipe
–No sea atrevido –dice ella.
–Faltaba más, un gallito que se cree dueño –dice él.
–No es por dueño ni gallito ni nada, es mas que nada... que... –dice Felipe
            –No se sabe explicar, entonces es todas esas cosas, no me quedan dudas. Venga, pelee contra mí, de hombre a hombre, sabe a cuántos de usted curé en mi vida –se pone en guardia.
            –Abuelo, no se ponga así de nervioso –dice Felipe.
            –No intente decirme qué hacer, si usted supiera como terminó el último que me dijo lo que tenía que hacer... ¡ay¡ a ese sí que le fue mal... ay, ay... –se sienta en el pasto.
            Dolor en el pecho, puntada torácica, falta el aire, falta el aire y callan las voces y el viejo se va acurrucando sobre sí mismo, tiene frío, tiembla. Felipe se asusta, y piensa en salir corriendo, en correr mucho, como una liebre, en llevarse a las personas por delante, en seguir y seguir, cruzando las calles, llegando hasta la barranca en donde termina la ciudad y hay un río. Piensa en ese río y en la practicidad de su existencia, que muchas veces es útil para los que llegan en una situación borrascosa, como la de él y se zambullen como patos, sacando a veces la cabeza para respirar, quedándose quietos, ahí, en lo profundo, cantando a veces, logrando de esta manera que la gente que pasa se pregunte por qué sobre la superficie del agua hay burbujitas que salen y se deshacen soltando una melodía tan tenue y melancólica.
En el parque, todavía, ella, escucha las últimas palabras de él, y le acaricia la cara, la mano, le da aire, lo abanica. Le secuestra con torpeza la boca, y le regala un beso bueno pero...
Así, ya está, queda demostrado con esto, a qué punto trágico y finito, hay que llegar para que dos viejos se besen, se besen, se laman y se olviden de que a veces puede haber personas mirando, cantando, nadando... secándose la ropa.

*Seudónimo de Mariano Catoni

2 comentarios:

  1. Una hermosa historia que termina dramáticamente. Hay oficio de narrador, sabe cómo ir desarrollando la trama, cómo golpear profundo en el final. Un abrazo y gracias.

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  2. Una hermosa historia que termina dramáticamente. Hay oficio de narrador, sabe cómo ir desarrollando la trama, cómo golpear profundo en el final. Un abrazo y gracias.

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