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viernes, 6 de junio de 2014

CASUALIDADES, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


Según el Diccionario de la Real Academia Española, casual es aquello que no se puede prever ni evitar. La segunda parte de la acepción es la divertida, y la que le da sabor a la vida, pues como quien más y quien menos no puede evitar ir al trabajo, aunque sí prever, aunque se esté muriendo, que no va a faltar al mismo, su vida se transforma en una semicasualidad. Y tal vez tenga razón el Diccionario: casi todo en esta vida es casual, o lo parece. Al fin y al cabo ¿quién puede prever o evitar lo que le va a suceder a lo largo de las veinticuatro horas que tiene el día? Dicho de otra forma, ¿existe en verdad el libre albedrío? Un viejo amigo, con el que estuve hablando en el hospital, me dijo que no, que no existía. De joven, me contó, cuando estaba estudiando quinto o sexto de bachillerato, una mañana de primavera le entraron unas ganas enormes, camino del instituto, de irse a la playa. No lo hizo, pues tenía un examen; ni tampoco fue a la mañana siguiente, dado que no se podía perder ninguna clase, si deseaba seguir estudiando: dependía de las becas. Y el domingo, su día libre, no le apeteció acercarse a la orilla del mar, llena de gente, de niños, de abuelas y de cuerpos semidesnudos transportando un único y triste mensaje.

Mi amigo me contó aquella decisión, nada casual, sin el añadido de ninguna reflexión filosófica, ni ningún lamento de ningún tipo. Vino a decir, sentado en la butaca de un hospital, que las cosas son como son, y que no hay más; que lo mejor que puede hacer el hombre es aceptarlas. No se puede incidir en el pasado; pero sí en el presente. Eso dijo mi amigo. Por supuesto que, dadas las circunstancias, mi amigo estaba bastante grave, no quise llevarle la contraria: no valía la pena. Ahora bien, yo soy de los que piensan que sí se puede incidir en el pasado. Este, en realidad, no existe: todo cuanto poseemos de él son recuerdos; y los recuerdos, como todo, van variando, los vamos modificando conforme vamos viviendo y alejándonos de ellos. He conocido a personas que le han dado la vuelta a su vida, se la han reinventado con la finalidad, consciente o inconsciente, de justificar lo que estaban haciendo en el momento actual. No, no estaban locas esas personas: todo en ellas era coherente. Hasta la saciedad. A veces es muy curioso observar cómo actúa la mente humana, con una lógica tan aplastante que lo casual queda en el fondo del mar.
Me contó mi amigo, en aquella larga mañana, que siempre le habían hecho gracia esas personas que piensan que no existe la casualidad. Todo sucede, según ellos, porque tiene que suceder, porque hay una lógica interna que así lo determina. Tal afirmación es, como mínimo, para meditarla, pues no deja al hombre en muy buen lugar, salvo que consideremos que es el mismo hombre quien va buscando lo que, tarde o temprano, hallará. De ahí la famosa frase de Goethe, creo recordar, de cuidado con lo que deseas de joven porque lo alcanzarás de mayor. ¿Es cierto esta afirmación o velada amenaza de Goethe? Yo creo que no; pero no debemos olvidar que cada uno habla de la feria según le ha ido en ella.
La conversación con mi difunto amigo, sic tibi terra levis, me hizo recordar mi ingenuidad de joven estudiante: aceptaba como una verdad indiscutible todo cuanto decían mis profesores y los libros. Todo era de una lógica implacable. No tenía ninguna capacidad crítica ante ellos. Hasta que un día un compañero, en una clase de historia, dio una versión del Cid que nada tenía que ver con la que yo había recibido, leído y estudiado. Me impactó lo que dijo mi compañero, así que, al terminar la clase, me fui a hablar con él. Surgió de ahí un conato de amistad. Me costó aceptar algunas de las afirmaciones de este chico, a otras ni les presté atención; pero ambas me hicieron ver que las cosas, como mínimo, aceptaban dos o tres interpretaciones más o menos srias y coherentes. Y que, en el fondo, pocos sabían quién había sido el Cid: los siglos, los historiadores, las visiones interesadas, la ignorancia y la literatura, habían arrojado sobre él capas y capas de polvo, de interpretaciones, justificaciones, ataques y alabanzas. Habría que hacer una seria labor arqueológica para llegar, si es posible, a saber quién fue en realidad Rodrigo Díaz de Vivar. No es cuestión fácil ni baladí. Y eso que no dejó nada escrito.
Volviendo al principio, pues, y tal vez porque siempre me ha faltado el sentido crítico que han tenido algunos de mis amigos, sigo creyendo que sí que existe la casualidad. Cuando tras aquellas conversaciones sobre el Cid, comencé a dudar de todo, lo hice también sobre dos de los personajes que más me atraían por aquel entonces, Platón y Sócrates, o al revés. También, cómo no, fueron duramente criticados por mi amigo el anti cidiano. Para él esta pareja de filósofos eran un dúo de fascistas, defensores de la aristocracia y enemigos acérrimos de la democracia. En ningún momento nos planteamos qué era, o en qué consistía, una forma de gobierno y la otra. Eran valores absolutos per se: la bondad, la democracia; y la maldad, la oligarquía. Hasta que un día, deseando salvar a Sócrates de los fieros ataques de aquel chico, comencé a criticar a la democracia. Pude experimentar entonces cómo una duda, o una idea, podía generar una visión, mía en este caso, totalmente distorsionada de mí. Mi compañero de discusiones, ante mi ataque a la democracia, me acusó de fascista, cómo no, y de burgués y de no sé cuántas cosas más por sostener yo que, en realidad, la democracia ni existía ni había existido jamás: no dejaba de ser una entelequia con la cual se había engañado a la gente durante siglos y siglos. Aquello me costó una fuerte discusión, y el fin de un principio de amistad. Fui yo quien escribió el epitafio: no se puede llamar democrático a un régimen, le dije, que se sustenta sobre la esclavitud. Y aquel chico, cosas de la edad, jamás volvió a dirigirme la palabra. Ha habido guerras por motivos más injustificados.
Los estados sureños de Estados Unidos, en el siglo XIX, también se definían como democráticos. Se sustentaban sobre un régimen esclavista, pero eran demócratas, como los atenienses. Y no les faltaba razón. Todo gobierno, al fin y al cabo, es demócrata en las alturas. Ahora bien, no hay que dejarse llevar por la etimología, que, a veces, también puede servir de tapadera de una realidad más que de su explicación. Está bien saber, por ejemplo, que el cálamo recibe su nombre del calamar, o viceversa, porque del calamar se sacaba la tinta para escribir con el cálamo. Es interesante y divertido, y no tiene más importancia. Ahora bien, si hablamos de formas de gobierno, de democracia, deberíamos preguntarnos qué significa poder, quién lo ejerce; y qué significaba demos en la Grecia del siglo IV o V a.C y qué significa actualmente. Cosa curiosa, ya nadie habla del pueblo, ahora se habla de la ciudadanía. Y es aquí donde surgen todas las aclaraciones. ¿Puede ser demócrata una sociedad en la que hay gente que sabe leer y gente analfabeta? ¿Donde hay miles de parados y personas con dos o tres cargos, sueldos y sobresueldos? ¿Con esas enormes diferencias de salarios? ¿Y es justo que valga lo mismo -Sócrates dixit- el voto de un filósofo que el de un zapatero viciado por el fútbol? Las preguntas se pueden multiplicar. Y el problema es de difícil solución.
Se cuenta que, durante su juicio, cuando se iba a votar su ostracismo, un campesino analfabeto le pidió a Arístides que escribiera su propio nombre en el óstrakon. Al preguntarle Arístides si lo conocía, ya que votaba en contra suya, el campesino le respondió que no. Y que deseaba el ostracismo del tal Arístides  porque estaba harto de que todo el mundo alabara la virtud del dicho señor[1]. Esto sucedió durante la democracia.
Me consta que un acérrimo partidario de la democracia, sin entrar en más detalles, podría contar infinidad de anécdotas, hechos e historias, que ilustraran todo lo contrario de lo dicho sobre Arístides. Al fin y al cabo la Antigüedad, la Historia, como la Biblia, se ha convertido en un gran almacén donde cada uno de nosotros puede hallar lo que busca, tal vez porque siempre se encuentra aquello que ya se tiene.
De vez en cuando, no obstante, aparecen libros, estudios, ensayos y aportaciones que tratan de poner las cosas en su lugar. Dar con ellos, a veces, es cuestión de suerte, o de casualidad. No hace mucho apareció un nuevo libro del profesor Luciano Canfora El mundo de Atenas, en el que se vuelve, entre otras cosas, sobre la democracia en Grecia. Es un libro denso y complicado de leer. Pero los dioses, sabido es, no conceden nada sin esfuerzo.
Aplicando algunas sensaciones, despertadas durante su lectura, no hace falta ser un genio para comprender que la democracia siempre ha sido una falacia, y más que nunca en el mundo actual. Salvo que redefinamos lo que entendemos por esa forma de gobierno que, durante cuatro años al menos, se convierte en un gobierno déspota: amparado por los votos que ha obtenido el partido ganador de las elecciones se cree ya en el derecho de hacer cuanto le viene en gana, pues para eso le han votado sus seguidores, y algunos más. La falacia está servida. Y a esa falacia seguirá otra: por muchas personas que se manifiesten por la calle, siempre hay más que permanecen en sus casas... ¿Qué pasaría si, por casualidad, dejáramos de ir a votar todos? Sócrates también se retiró de una votación que consideraba injusta. Y aquí ya no se trata de justicia o de injusticia sino de que todo da lo mismo: el país, quizás casualmente, se ha convertido en un país de pandereta: los jueces son juzgados en tanto que los ladrones siguen en la calle, hay imputados ocupando cargos políticos, evasiones fiscales impunes... para qué seguir. Además, es todo tan predecible que, desde luego, no va a ser casual nada de cuanto acontezca a no tardar mucho: o se acaba con la crisis, y se termina con tanto privilegio y ladrón, o acabaremos oyendo cantos y alabanzas a las lanzas bipotentes, a aquellas que enfrentaron a Eteocles con Polínices. Y otra vez Antígona llorando sobre el insepulto cuerpo de su querido y dulce hermano... Quo usque tandem Catilina abutere patientia nostra? El nombre de Catilina puede ser sustituído por el que ustedes quieran: por desgracia casi todos encajan. Tal vez se deba a una mera casualidad. O a que buscamos en el pasado más justificaciones que verdaderos conocimientos. Me pregunto si fue casual tropezarme con el libro del profesor Canfora. Al fin y al cabo aquella mañana de primavera ni tenía previsto ir a ninguna librería; pero no lo pude evitar. El destino.



[1]     Plutarco, Vidas paralelas, IV Arístides-Catón, Editorial Gredos, Madrid, 2007. Traducción de Juan M. Guzmán Hermida y de Óscar Martínez García.

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