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jueves, 24 de julio de 2014

FURIA MUNDIALISTA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Cuando salí, la calle estaba desierta. Casi pude oír la conversación que se estaba dando en cada casa, en cada bar, en cada oficina frente al televisor para evaluar el primer tiempo del partido que la Selección Nacional le ganaba a Nigeria. Elogios a los delanteros, críticas al referí y un pedido a la estrella del equipo para que despliegue su magia.

            Me hubiese gustado quedarme pero pudo más mi obsesión por cumplir con el horario de entrada al trabajo. Total, estaba convencida de que muchos de mis compañeros iban a llegar pasado largamente el final del partido y que los demás, estarían instalados frente al televisor y jamás prestarían atención a mi presencia.
         No me extrañó encontrarme sola en la parada e intenté sintonizar algún canal en el celular para enterarme de cómo iba el partido. El entretiempo no me había dado margen más que para llegar a la parada y sabía que iba a hacer el viaje en la más absoluta incertidumbre.
            Cuando subí al 168 entendí que el chofer estaba en la misma situación que yo. No había radio a la vista y el pobre hombre se contentaba con preguntar de vez en cuando a los pasajeros que subían con los auriculares puestos cómo iba Argentina. Pero hubo algo en su modo de frenar haciendo chirriar los neumáticos, un dejo de fiereza en su expresión y el bufido con el que digitó mi boleto en el tablero, que me convencieron de que le molestaba mi presencia en aquella esquina de Once y que me consideraba una de las culpables de que él no pudiese estar en algún bar cercano al trabajo con sus compañeros aplaudiendo la magia de Messi.
            Al principio pensé que el enojo del chofer con todos nosotros era el producto de mi habitual paranoia. Pero, con el correr del viaje, descubrí que la brusquedad de las frenadas se repetía en cada parada, el odio en la mirada atacaba a cada pasajero que levantaba su mano para detener el colectivo o tocaba el timbre para descender en la parada siguiente.
      Mientras observaba el odio del conductor, iba enfrascada en mi propia incertidumbre. Había dejado al equipo nacional cuando se imponía por dos goles contra uno al africano. Sin embargo, 45 minutos eran demasiado tiempo y las cosas podían cambiar. Después de verificar que el 3G de mi celular no funcionaba decidí escrutar en las caras de los pasajeros con auriculares y más allá aún, de los transeúntes o los parroquianos de los bares que se veían por la ventanilla la ventura del conjunto nacional.
            No tuve suerte. Nada en aquellos rostros presagiaba un triunfo inminente de la Selección. Tampoco una derrota funesta. Y los pocos pasajeros que tenían auriculares se guardaban celosamente el resultado para sí. El chofer también lo había notado y, a través del espejo, dirigía miradas virulentas a cada uno de los de viajábamos en aquel interno.
           A la altura de Avenida San Juan se oyó un grito de decepción. Un gesto semejante se repitió en los semblantes de los pasajeros que iban conectados. El conductor volvió a mostrar su odio y dejó escapar un bufido. Yo preferí acercarme a uno de los conectados y confirmar que Nigeria había hecho un gol.
         La confirmación pareció enojar aún más al hombre que manejaba, quien comenzó a dirigir todas sus miradas amenazadoras hacia mí, como si fuese la culpable del empate y de la falta de pericia de la defensa nacional. En cada parada o en cada bocacalle encontraba el modo de levantar la vista y mostrarme su odio a través del espejo.
          En el cruce con Juan de Garay subió una anciana con un bastón canadiense. El conductor la insultó en voz baja y yo me apresuré a ayudarla para evitar que su demora lo enojase. Aceleró apenas se había sentado y pensé que había encontrado otra víctima para su ira. Pero pronto descubrí que no. Continuaba siendo el único objeto de su enojo ya que ahora me consideraba cómplice de la mujer que lo había demorado.
        No pude reflexionarlo demasiado porque me sorprendió un clamor que se oyó en la calle. Llegó atenuado al colectivo donde se manifestó apenas como un par de gritos aislados y la sonrisa de satisfacción de mi vecino conectado quien me apuntó que Argentina se había puesto arriba.
       El conductor no se inmutó. Calculé que la velocidad que adquiría en ciertos tramos alimentaba la secreta esperanza de llegar a la terminal antes de que el encuentro terminase. Razones no le faltaban ya que la calle estaba bastante vacía y poca gente esperaba en las paradas. Sin embargo hubo un corte de calles por repavimentación aquí y un semáforo que no funcionaba, más allá y el viaje duró más de lo esperado.
        A la altura de Constitución bajaron todos los que iban conectados. A los que quedamos se nos terminó la esperanza de intuir los goles  a partir de sus rostros o de un grito que no pudieran reprimir. El joven que me había confirmado el gol nigeriano me saludó con la mano y el chofer no se contentó con el espejo. Se volvió a mirarme con odio, supongo que atribuyéndome la culpa de la falta de noticias que nos acompañaría por el resto del viaje.
       Pasaron varios minutos interminables en los que aquel vehículo parecía volar sobre el pavimento y su conductor empuñaba el volante como si se tratase del timón de un barco pirata. A intervalos regulares miraba a cada uno de los pocos pasajeros que habían quedado y detenía sus ojos en mí con un odio indisimulable.
       Me tocaba bajar y me preparé con tiempo para no hacer demorar a aquel hombre ofuscado porque no podía ver el partido. Pero me enredé con la bolsa que llevaba en la mano y todas las hojas de una de mis carpetas quedaron esparcidas en el suelo. Comencé a juntarlas mientras le gritaba que se detuviese en la parada. Creo que se hubiese negado pero lo frenó el semáforo en rojo.

       Bajé mientras me dedicaba la peor de sus miradas y me apuré a cruzar por delante  del colectivo para tomar la vereda del trabajo. La señal dio la luz verde. Supongo que funcionaba mal, pero no pude pensarlo demasiado. Ya tenía aquella mole encima. Lo último que vi fue el destello de aquella mirada de odio. 

1 comentario:

  1. Y que trágico efecto producieron esas hojas, que se cayeron y desparramaron, en el momento más inoportuno. Hojas que le impidieron a la protagonista salvar su vida. O por lo menos, salvarse del accidente.

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