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viernes, 8 de agosto de 2014

UN VIEJO LIBRO, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


Es enormemente ridículo que algunos piensen haber fundamentado suficientemente sus opiniones, guarecidas y afirmadas sin razón alguna, sólo con que deshagan de algún modo las razones verdaderas de su contrario, no advirtiendo que no es lo mismo destruir la casa del enemigo que construir la de uno.
Juan Luis Vives, Las disciplinas.

A veces conseguir un libro es toda una aventura. Pedir un libro en una librería convencional, cuando este tiene más de cinco o seis años, o sólo dos o tres, es arriesgarse a que lo miren a uno con cara de escepticismo, cuando no de terror; depende de la educación del librero, de la confianza con el comprador, y de sus conocimientos. Tras contemplar la pantalla del ordenador, el librero, ante la cara de ansiedad del cliente, deniega con la cabeza, frunce el ceño, y afirma lo ya sabido: que el libro tiene sus años, y que ya hace tiempo que está fuera de circulación. Queda entonces lanzarse a la búsqueda del vetusto ejemplar por otros derroteros, las librerías de lance por ejemplo. Ahora, afortunadamente, ya no hay que recorrer todas estas librerías de la ciudad, y de otros lugares, trotando de aquí para allá. La inmensa mayoría de ellas están ya informatizadas; el amplio catálogo de sus libros figura en la red, así que es relativamente fácil dar con lo que se busca, si que es que todavía existe.

Otro camino, mucho más fácil, es visitar alguna buena biblioteca universitaria o pública. Aunque el préstamo, lógicamente, tenga el inconveniente de no poder subrayar el libro, anotar pensamientos e impresiones en sus márgenes, ni hacer observaciones, más o menos pertinentes, en sus espacios en blanco. Es esto lo de menos, desde luego. Lo que molesta, y mucho, es haber invertido un tiempo enorme en la búsqueda de un material que, tenido por fin en las manos, resulta ser un fiasco. Hay libros que, efectivamente, y pese a algunos profesionales que se empeñan en ser originales yendo contra viento y marea, están mejor durmiendo el sueño de los justos. Otros, por el contrario, con su lectura aumentan la alegría y el contento que supuso su larga búsqueda y costosa captura.
Fue relativamente fácil conseguir el libro, el último que quedaba disponible, de Jerôme Carcopino, La vida cotidiana en Roma en el apogeo del imperio. Es un libro de 1939 si bien la edición española, la más reciente al menos, es de 2004. Carcopino fue uno de los más importantes especialistas en la Roma antigua. Vio su carrera un tanto ensombrecida, tras la segunda guerra mundial, por su apoyo al gobierno colaboracionista de Vichy. Falleció en 1970.
Una de las cosas buenas que tienen estos libros relativamente antiguos es que permiten una doble lectura: la de la vida cotidiana de Roma en este caso, y la de los prejuicios de quien lo escribió. Esto último casi siempre es fácil de detectar y de obviar, si es que el libro vale la pena. Pues lo normal es que el investigador prime sobre su propia filosofía no escrita, o sobre las ideas recibidas de la época, y se imponga la visión del objeto estudiado. No es fácil de lograr. Lo consiguen los buenos historiadores. Por otra parte, hay o tenemos tantas versiones y visiones sobre unos mismos hechos que se tiene la impresión, a veces, de que los historiadores hablan de cosas distintas aunque estén tratando idéntico tema. El ejemplo más claro está en la esclavitud en Roma. Aunque parece que todos coinciden en que no fue tan dura ni deshumanizada como la de Estados Unidos durante el siglo XIX. Pero a partir de ahí, casi todo son divergencias.
De todas formas, no es este el tema más importante del libro de Carcopino. Llama la atención de este estudio su enorme modernidad, al menos en algunos aspectos. Otros, la influencia del cristianismo, la disgregación de la familia, etc., acusan más el paso del tiempo. Pero a menudo nos encontramos, por aquí y por allá, con frases o afirmaciones que parecen escritas por y para el mundo de hoy. A veces se tiene la impresión de que la humanidad avanza muy poco. O, al menos, ciertos sectores de la misma.
No hace mucho se produjo en España un relevo generacional dentro de la monarquía. Algunos medios de comunicación quisieron saber, inmediatamente, si dicho relevo iba a influir positiva o negativamente en la concepción que el español medio tiene de la política, y en su visión sobre el futuro del país. Parece ser que la valoración de los políticos, monarquía incluida, está pasando por horas muy bajas. Demasiadas corrupciones y corruptelas, y demasiadas diferencias a la hora de juzgar a un ladrón de guante blanco del que se manifiesta porque le han robado. Cosas que, sin duda, no han cambiado nada. En la Roma clásica, por ejemplo, no recibía el mismo castigo el ciudadano romano que quien no lo era. Y dentro de aquellos había que distinguir.
Pero también en los hombres libres debemos distinguir entre los ciudadanos protegidos por la ley y los que están sometidos a ella.”[1]
Nada más actual para nosotros, independientemente de que reine Juan o Felipe. No hace falta recordar la gran cantidad de imputados que ocupan sillas y sillones de diputaciones, parlamentos y ayuntamientos, o de estafadores que gozan del dinero estafado y de libertad, mientras que el peso de la ley ha caído con todo su rigor sobre los trabajadores que componían un piquete informativo durante una huelga, o sobre quien se ha atrevido a meter en la cárcel a quien no debía. Los de los piquetes, además, no han ido al juzgado escoltados ni en coches de alta gama. Por no hablar del esperpento de que, según la comunidad do seas juzgado, así será tu gloria o tu pena. La cual, lógicamente, también dependerá del cargo que se tenga o se haya tenido. Sabido es que todo político acusado de corrupción está siendo atacado injustamente, es el blanco de una conspiración, y que todo obedece a celos y miedos de la oposición. Nunca son culpables para su partido. Carcopino, sin embargo, advierte sobre esto:
El rebaño era demasiado grande como para no contar con ovejas negras”[2]
Y aquí tenemos no ovejas negras, sino rebaños de las mismas.
Los medios de comunicación se podían haber ahorrado las encuestas, con motivo de la proclamación de Felipe VI, si hubieran tenido un poco de paciencia. Y no solamente por las penas impuestas por la Justicia. Parece que los romanos practicaban aquello de divide y vencerás. Y la mejor forma de lograrlo siempre ha sido falsear la verdad, darle el cariz que interesa. Por supuesto que una forma de conocer la regeneración del país sería que un político, vamos a hacer ciencia-ficción, reconociera sus errores y tratara de rectificar en público, haciendo a este inteligente, y no tan estúpido como al parecer es él. Pero en lugar de hacer eso, hacen lo mismo que Nerón tras el incendio de Roma: acusar a los cristianos de todas las maldades. Estos, según Carcopino, y más historiadores, se convirtieron en la panacea: eran los culpables de todo lo desagradable. Hasta el punto de que san Agustín, en alguna parte de su De civitate Dei afirma, con sorna, que Pluvia defit, cuasa christiani. Si falta la lluvia es por culpa de los cristianos. Y estos, por supuesto, incendiaron la ciudad de Roma. Nerón, el poder, quedaba a salvo. Es difícil atacar al poder: el vecino siempre está más a mano, y más si dan carta blanca.
Ha sucedido lo mismo ahora. Aunque, y por supuesto, no estamos hablando de cristianos ni de emperadores, ni de leones o tigres sino de actitudes y circos. Así tras el sonoro fracaso, por tantos y tantos años de corrupción y corruptelas, que ha supuesto la votación para el parlamento europeo, el partido en el gobierno, que no se caracteriza por su finura ni elegancia, se ha lanzado a todo tipo de acusaciones y tonterías sobre el partido o formación política que los ha desinflado. No hay día que no salga alguien lanzando alguna nueva imbecilidad sobre dicho partido o su dirigente. Y los voceras hacen de todo menos reconocer las propias faltas y tratar de cambiar de rumbo. Sin sonrojarse ni despeinarse son capaces de decir las tonterías más grandes del mundo. Cada uno juzga al mundo según es él, y estos creen que todos somos estúpidos. Por otra parte, nada dicen estos avisados políticos, por ejemplo, sobre la corrupción y los miles de imputados que tienen entre sus filas, muchos de ellos auspiciados por ellos. Parece que el robo y la ostentación estás bien vistos, si la practica el compañero de bancada. Carcopino, como no podía dejar de suceder, da la explicación del porqué de las ansias de poseer y tener un elevado nivel de vida:
El césar abrumaba hasta al más grande de sus súbditos, y el sentimiento que todos ellos experimentaban ante su inigualable superioridad ayudaba a los más humildes a aceptar lo endeble de su limitada condición frente al lujo de las clases dominantes”[3].
No creo que la explicación de hoy en día vaya por esos derroteros. Me inclino a creer más bien que ha sido la hybris, la desmesura, quien los ha traicionado. “¿Qué falta les hacía a estos robar si tenían un buen sueldo y un trabajo estable?” decía el otro día un pensionista en la cola de un banco. No está mal que unos saqueen bancos y cajas de ahorro, destruyan pruebas y hagan de su capa un sayo, se vayan de safaris, y otros se las vean y se las deseen para llegar a final de mes. Es de una ética apabullante. Pero mejor atacar al otro que cerrar esa continua y sempiterna podredumbre. Y, por supuesto, dichos personajes no tienen más mérito para haber llegado a esos puestos de saqueadores que la amistad con el político de turno, o el haber sido conmilitones suyos, sin que eso suponga ningún menoscabo para las mujeres, pues como todo el mundo sabe hay muchas maneras de amistad y de acuerdos, entre hombres y mujeres y viceversa.
Y así podríamos estar hablando sobre este libro y su rabiosa actualidad, pese a los años transcurridos desde su publicación, y pese a la ideología de su autor. No obstante, me gustaría finalizar con un ligero apunte sobre la educación y su valor en la sociedad aquella, tan parecida en algunas cosas a la  nuestra:
Marcial cuenta su indignación cuando ve que los abogados no pueden cobrar sus honorarios después de haber cultivado los más hermosos dones del espíritu sin provecho alguno: “Mira, Lupus, ¿para qué confiar la educación de tu hijo a un maestro? Te lo ruego, no le permitas conocer los libros de Cicerón ni los poemas de Virgilio. Antes deja que aprenda a tocar el arpa o se haga flautista, o si sirve para ello, haz de él un perito tasador”[4].
Las palabras de Virgilio traen a la memoria, inmediatamente, la vida de un español ilustre, fallecido hace ya unos cuantos años, don Tomás Rodaja, o el famoso licenciado Vidriera, hombre al que loco todos escuchaban, y cuerdo tuvo que irse a luchar a los Países Bajos para no morir en el suyo de hambre. Ahora, unos cuatrocientos años después, estamos en el momento en el que la juventud, muy preparada pese al nefasto sistema educativo, se va del país; pero no por necesidad sino, como dice alguna ministra, por movilidad social. Parece ser que para llegar a estos cargos, y a algunos más, no hace falta mucha preparación ni mental ni ética. Una pena que no los admitan de ministros o barrenderos en otras latitudes. No olvidemos, además, que hace unos días falleció uno de los mejores directores de orquesta, Lorin Maazel, a quien los medios de comunicación apenas si han nombrado. Compárese este silencio, o el breve apunte, con la cantidad de horas dedicadas al mundial de fútbol. Ya se sabe, panem et circensis. El honor de un país está en la cantidad de goles que encaja. Estamos en un sistema tan canalla como perverso. Tenemos que buscar a algún culpable.
Otra parte del libro, muy interesante, es cuando M. Carcopino narra cómo los griegos crearon el primer cuentahoras, el horologio. Pero eso sería motivo de otro artículo que, tal vez no interese a nadie.



[1]    Jerôme Carcopino, La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio. Traducción de Mercedes Fernández Cuesta, Barcelona, 2004, p. 75
[2]    Ibidem, p. 87
[3]    Ibídem, p. 96
[4]    Ibídem, p. 98

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