Hay
costumbres que tardan en desaparecer o que no lo hacen nunca. De joven me
encantaba pasear por los parques, y sentarme en algún que otro banco. Los
bancos de los parques suelen ser muy incómodos, así que mis descansos eran
breves, máxime cuando algún ocioso buscaba mi compañía. Es lo que me sucedió el
otro día. No hice más que sentarme, tras un largo paseo, cuando se me acercó un
hombre, un poco mayor que yo; y, cosa rara, vestido con chaqueta, camisa y
corbata.
-Se le nota a
usted -me dijo alargándome una mano que estreché- que está recién jubilado. Su
cara transpira felicidad y relajación.
-No sabía que
se me notara tanto -dije por decir algo.
-Pues sí, se
le nota -insistió él sentándose a mi lado- a pesar de que hay pocos motivos
para estar contentos o alegres -añadió.
-Doy gracias
a los dioses -repliqué intuyendo por dónde iba- por no tener que ocuparme todos
los días del Imperio Romano.
-Eso creo que
lo dijo Nietzsche. Pero aquellos eran otros tiempos. Lo malo de este imperio no
es que uno tenga que ocuparse de él, sino que él, con cuanto destila, nos
oprime hasta la saciedad. O quizás debería decir que nos ahoga, sin que nadie
haga nada.