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viernes, 27 de febrero de 2015

EN LA NECEDAD, EL CONSENSO, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


No hay género de injusticia peor que la de quienes en el preciso momento en que están engañando simulan ser hombres de bien.
Cicerón, Sobre los deberes.
Algunos periódicos esta semana nos han vendido una noticia como si lo importante de esta no fuera ella en sí misma, el fondo de la cuestión, sino que, por fin, todos (?), tirios y troyanos, se han puesto de acuerdo en algo. Por supuesto, cuando los periódicos hablan de todos, omiten “partidos políticos”. Si es así, si en esto se han puesto todos de acuerdo, se hacen un flaco favor a ellos, y a la sociedad en general.

Por si esto fuera poco, no deja de ser significativo que también se hagan eco de una falsa polémica, necia donde las haya, alimentada, ahora, por unos personajes que se van en bicicleta al fin del mundo para venir con la exótica especie de que los niños no deben hacer deberes. El argumento utilizado para devaluar los deberes es genial. Y no es la primera vez que se esgrime. Utiliza este argumento, como línea maestra, que nadie, a los 30, 35 años, y aun antes, recuerda muchas de las cosas que le enseñaron en las aulas bien de los institutos o de las universidades. Y por lo tanto, ni hay que memorizarlas ni hay que hacer deberes porque todo se olvida. Imagino que quien esgrime tan peregrinos razonamientos recordará todas y cada una de las palabras de don Miguel de Cervantes, suponiendo que se haya leído El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que ya es mucho suponer. De lo contrario para qué leer el tal libro ni hacer ningún trabajo sobre él. Y lo mismo podemos decir de las sinfonías de Beethoven o de las óperas de quien se quiera. Que las oiga el director de orquesta, que se las sabe de memoria, porque el común de los mortales las vamos a olvidar con suma facilidad, casi en cuanto las oigamos. Parece, ante semejantes razonamientos, que estamos confundiendo cultura con cualquier programa de televisión. En estos lo importante no es tener una buena y sólida formación sino saber cuántas veces carraspeó el Cid antes de morir, si es que carraspeó. Es la ciencia del inútil saber, ya criticado por el mismo don Miguel en su genial novela.
Algunas personas nos hemos leído algunos libros hasta dos y tres veces. Y seguro estoy de que muchos no sabríamos responder de muchísimas de las cosas que se cuentan en ellos por la sencilla razón de que las hemos olvidado. Es imposible retener todos los libros leídos y todas las sinfonías oídas. Aunque a veces me pregunto si, en realidad, se olvidan estas cosas. Pues está claro que todo va dejando un poso que forma a la persona. Pero tal vez no sea ese el problema que se plantea con eso de hacer o no hacer deberes, ni el que se resuelve con este cacareado ponerse todos de acuerdo para hacer algo con respecto al sistema educativo.
En lo que se han puesto de acuerdo los políticos es en que el ajedrez tenía que ser una asignatura dentro de la enseñanza, imagino que de la secundaria. No han especificado si con esta asignatura tendrían que hacer deberes los lúdicos alumnos. Imaginamos que no. Aunque si no fuera así, propondríamos cambiar el ajedrez por el parchís, pues aquel, como dijo el otro don Miguel, el de Unamuno, como juego es mucho y como filosofía muy poco. Además, manejando el cubilete, o el dado, se puede conseguir cierta destreza manual, que siempre viene bien.
Dicen quienes están a favor de que el ajedrez se introduzca en las aulas que este desarrolla la mente. No digo que no. Pero ese desarrollo tal vez se quede ahí. Es decir, desarrollar la mente jugando al ajedrez tal vez sólo sirva para jugar al ajedrez, mientras que si los alumnos se aplican a estudiar música, a tocar un instrumento, quizás puedan ir un poco más lejos. Y no digamos nada si estudian latín, griego u otra lengua. Para qué comentar la cantidad de libros a los que, y en lengua original, van a tener acceso. Ahora bien, nada de esto se consigue sin esfuerzo. Ya se sabe: hay que memorizar verbos, aprenderse las declinaciones, hacer ejercicios. Para luego no acordarse de rosa, rosae. Pero no, la educación es algo más que eso, mucho más. Y eso no se consigue sin esfuerzo. No basta con asistir a una clase para ser médico o una persona educada. Ni es suficiente ponerse un pantalón corto y unas zapatillas caras para ganar el maratón o la carrera del pueblo de al lado.
Hace ya algunos años se nos advirtió que el aprender “cuando es verdadero, no consiste en una asimilación pasiva, sino en una búsqueda esforzada, lo cual solo es posible mediante la participación espontánea de quien quiere aprender”[1]. Otra cosa es que no se quiera aprender, y no se quieran demandar esfuerzos por la sencilla razón de que algunos, padres y maestros, no se quieran esforzar ellos mismos. Y la cosa es muy sencilla: si alguien cree que va a aprender un idioma sin trabajar, sin memorizar el vocabulario, y sin esforzarse, no tardará en percatarse de cuán equivocado está. Aunque se vaya a vivir al país donde se habla el idioma que estudia. Nada se le va a entregar, y menos ningún idioma o saber, sin trabajo ni esfuerzo. Y contra más se esfuerce, mejores resultados obtendrá. O, al menos, le quedará el buen sabor de boca de haberlo intentando, de romper los límites y de ser mejor de lo que se era.
El principio fundamental de la educación en la Grecia clásica era la areté, la virtud. Esta es utilizada, una y otra vez, por Homero para designar la excelencia humana, pero también la superioridad de los seres no humanos. La virtud es propia de la nobleza; y esta sólo se consigue mediante el esfuerzo. “La fuerza educadora de la nobleza se halla en el hecho de despertar el sentimiento del deber frente al ideal, que se sitúa siempre ante los ojos de los individuos”[2].
No debemos olvidar, no obstante, que hace ya muchos años, en esta nuestra sociedad, con un sistema educativo utilizado como arma política, se está predicando en contra del esfuerzo. Es lógico: si se oye hablar a algunos de nuestros políticos o dan pena y ganas de llorar, o, último escalafón, recurren a la onomatopeya, tal vez como hiciera el lenguaje en sus inicios. Para eso no hace falta esforzarse mucho, desde luego. Y tal vez “no es la educación lo que hay que reformar, como creían los que acusaron y ejecutaron a Sócrates, sino que es el estado el que tiene que renovarse desde sus cimientos.”[3] Al fin y al cabo, este, con la educación, ofrece una imagen de sí. Y este estado ya vemos a donde nos está abocando, a ponernos de acuerdo sobre necedades olvidando lo esencial, y sustentado por ideas peregrinas cuanto menos. ¿Para qué vamos a aprender a caminar si nadie recuerda cómo dio los primeros pasos?
No olvidemos, por fin, que “las costumbres de los adolescentes reproducen luego las de las nodrizas y pedagogos. Un niño que se había educado en casa de Platón cuando, tras ser devuelto a sus progenitores, vio a su padre vociferando, dijo: “Esto no lo he visto nunca en casa de Platón””[4]
No se esforzaran si nosotros no nos esforzamos por ellos, y por lograr una sociedad más justa, educada y equitativa. Esperemos, pues, que los adolescentes vean a los adultos esforzarse por cosas serias, ellos y su educación, que les va a costar de conseguir, y no por las necedades que ya están calando en la sociedad. Y esperemos que mucha de la pretendida pedagogía no sea el escudo que amaga muchas carencias. Nada se consigue sin esfuerzo. Los dioses nunca regalan nada. O, como diría Sancho, Dios ayuda a quien se ayuda.




[1]      Werner Jaeger, Paideia, Traducción de Joaquín Xirau y Wenceslao Roces. Fondo de cultura económica, Madrid, 1981, p.560
[2]      Ibidem, p. 23
[3]      Ibídem, p. 546
[4]      Séneca, Diálogos, sobre la ira. Traducción de Juan Meriné Isidro. Biblioteca clásica Gredos, Madrid, 2000, p. 184

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