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jueves, 5 de marzo de 2015

AMOR DE MADRE, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina

“¡Gorda, largá los postres!”, le gritó alguien cuando bajó del colectivo. El viaje había resultado más fatigoso que de costumbre porque el micro iba repleto. Cierto que algunos caballeros le habían ofrecido el asiento, pero eran lugares en la fila de dos y ella no podía darse el lujo de caer con toda su humanidad sobre su ocasional vecino. Así que soportó estoicamente el cansancio en el trayecto Lanús-Once. También se hizo la desentendida cuando algunos pasajeros refunfuñaban porque quería llegar a la puerta trasera y encontraba su enorme cuerpo bloqueando el pasillo.

Nada nuevo. Fabiana estaba acostumbrada a cargar con la osamenta que le había tocado en suerte y también con la profusión de tejidos adiposos que la cubrían. También ya había asumido los disgustos que ese conjunto provocaban en los demás. Al fin y al cabo, era obesa desde que tenía memoria, y aunque a fuerza de sacrificios inenarrables estaba apenas excedida de peso cuando lo conoció a Gustavo, su silueta había durado apenas unos años. El antes y después de su vida había sido andar por la vida con las dimensiones de Obelix y nada del “charme” del personaje galo.  
Casi podía entender la ida de Gustavo. Se puso en sus zapatos y sintió la repulsión de despertarse cada mañana con una mujer que se convirtió en ballena. Claro que él no le había dicho eso. Había argumentado que ella vivía obsesionada con los alimentos y las calorías, que consumía anfetaminas y toda clase de productos que le cambiaban el carácter y que no sabía ser buena madre de sus dos hijas: Juliana y Morena.
Pero en el último tiempo ella había detectado esa mirada de asco cuando se cambiaba a su lado por la noche, los ojos inmensamente abiertos al ver sus nalgas inconmensurables, las manos que le no alcanzaban para aferrar las suyas de dedos regordetes, la risa contenida toda vez que ella rompía una silla, arrastraba consigo un mueble o un adorno o era incapaz de caber en una butaca de un cine, un teatro, un micro o un avión.
También había notado que Gustavo intentaba disimular el mismo asco y la misma pena al mirar a sus hijas. Con ellas no habían valido las consultas a pediatras, nutricionistas y endocrinólogos ni la bateria de productos dietéticos que abarrotaba la heladera. Juliana y Morena reproducían desde la cuna las dimensiones de su madre. Con 8 y 10 años usaban ropa de adulto que les quedaba ceñida pero inmensamente larga. Y estaban sus mofletes, y sus panzas inmensas, y sus ojitos achinados entre cúmulos de grasa y los brazos macizos y sus jamones inmensos…
Las nenas eran miniaturas de lo que ella había sido e iban camino a convertirse en el monstruo que era entonces. Por eso Gustavo las había dejado. Por eso ella había abandonado los esfuerzos por rescatarlas de ese destino. Se limitaba  a verlas crecer, a detectar en los demás las miradas de espanto o de conmiseración, las burlas solapadas, las risas contenidas.
Entró al supermercados apurada y seleccionó los ingredientes para hacer el plato preferido de Juliana y Morena: fideos con crema. A esa hora hacía rato que habían vuelto del colegio y estarían hambrientas. No tenía caso someterlas a regímenes que no hacían más que martirizarlas y no lograban mover la aguja de la balanza.

Las encontró sentadas frente al televisor, rodeadas de varios paquetes vacíos de galletitas. No tenía casos pedirles que lo apagasen. Seguramente ambas habían cumplido con las tareas escolares. eran inteligentes y aplicadas y sus maestros no hacían más que felicitarlas. Ahora miraban una telenovela juvenil en la que una jovencita enfundada en un minishort brillante bailaba en la puerta de su escuela ante la mirada fascinada del más lindo del curso. El capítulo terminaba con un beso apasionado de los dos. Las nenas se emocionaron. Ella se asombró ya que aquella criatura apenas tenía un par de años más que Juliana. Para entonces los fideos estaban listos. Les había puesto una generosa ración de veneno para ratas. Como cada día, después de que se fue Gustavo, las tres iban a comer hasta hartarse.  

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