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viernes, 4 de septiembre de 2015

BREVES REFLEXIONES SIN NOTAS A PIE DE PÁGINA, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


Creo recordar que, cuando era joven, tenía las cosas meridianamente claras: todo era de una forma o de otra, de este color o del otro; y apenas si admitía dudas o matizaciones entre ellos. Luego, con el paso del tiempo, que nada perdona, y más en ciertos momentos, llegué a dudar hasta de mi propia existencia, que la veía brumosa, casi inverosímil, por la cantidad de cosas que se iban quedando atrás, y que ya no sabía si eran reales o ficticias, imaginadas, soñadas o vividas. A veces, para sobrevivir, me tenía que anclar en un recuerdo, en una sensación, siempre en cosas etéreas. Y así, no ha mucho, quizás para darle un toque de distinción, o justificar aquello que no necesita de justificación alguna, reconocí ante un amigo, que, tal vez, mi visión maniquea de Cicerón dimanara de la película de Joseph L. Mankiewicz, Julio César, película en la cual, si no recuerdo mal, no aparece Cicerón, pero sí Deborah Kerr, ¡qué mujer, Dios, qué mujer!

En mis años mozos los personajes simpáticos y positivos eran, por supuesto, César y Marco Antonio. Y lo siguieron siendo, para mí, durante muchos años. Cicerón, por el contrario, era el personaje abyecto, antipático y digno de todo reproche. Por supuesto que estaba equivocado. Y hubiera seguido viviendo con ese error, a saber los que llevaré metidos entre pecho y espalda, de no ser, en un principio, por la obra de Lucano, Farsalia, y más tarde por otras varias lecturas. Como se sabe Farsalia está dedicada, entre otras muchas cosas, a las luchas entre Pompeyo y César. Luchas que van a terminar en Farsalia con la derrota de Pompeyo. Pues bien, en un momento determinado, Lucano afirma que las diferencias entre ambos contendientes eran mínimas por no decir inexistentes: los dos buscaban lo mismo, hacerse con el poder. No la salvación de la República, como era conocida desde la expulsión de los reyes, aunque tuvieran que guardar las formas, sino el uso y disfrute del poder, seguramente en beneficio propio.
¿Qué papel jugaba aquí Cicerón, que era el personaje que a mí me interesaba? Complejísimo para comentarlo en dos o tres líneas. Máxime cuando, intrigado por el personaje, tuve la feliz ocurrencia de leer las famosas Filípicas. Lo hice sin conocer a Marco Antonio, como no fuera por la película de Joseph L. Mankiewicz, Julio César, o por la insufrible Cleopatra, del mismo director. Ahora bien, no me cabía en la cabeza que un autor tan reputado como Cicerón fuese capaz de decir todas las cosas que le dice al amigo de César. A veces me indignaban, pues creo que no hay ni un insulto, por grueso que sea, que se dejara Cicerón en el tintero. Nada lo detiene. Tampoco comprendía, desde luego, su aferrarse con uñas y dientes al senado, la defensa a ultranza que hace de este oponiéndose a toda reforma; y su machacona insistencia en que él, Cicerón, sin utilizar las armas, salvó a la República de un personaje tan nefasto como Catilina. Esto último lo repite hasta la saciedad.
Es posible, aunque no lo creo, que a lo largo del bachillerato y de la carrera, oyera hablar de Catilina. Es posible, pero me parece que no. Así que mi primer recuerdo de él, por extraño que parezca, va ligado al siglo XIX español, y al nombre de Fernado Calpena, héroe de la tercera serie de los Episodios nacionales, de don Benito Pérez Galdós. Este nombra a Cicerón en multitud de ocasiones, pero es en el episodio titulado Mendizábal, donde se repiten los elogios una y otra vez, pues la Conjuración de Catilina será la obra utilizada por el reverendo don Narciso Vidaurre para educar a Calpena. Para don Narciso, Cicerón es la expresión de la claridad. Una y otra vez el cura también lo pondrá como ejemplo de claridad, nitidez y estilo: Nihil agis, nihil moliris, nihil cogitas quod ego non modo audiam, sed etiam non videam. Cicerón le está hablando a Catilina.
Parecía, pues, dejando a este de lado, que el mérito de Cicerón como escritor era indiscutible. Lo cual hizo que me siguiera intrigando más y más. Tanto que terminados los Episodios, y algunas otras obras de don Benito, me volví hacia Cicerón. Tuve que reconocer, cosa que ya no me molestaba, que un cura, aunque fuera en la ficción, tenía razón: Cicerón escribe como los ángeles. Y eso que leí las catilinarias en una traducción, muy buena, pero traducción al fin y al cabo. Quedó pendiente mi deseo de leerlas en el original.
Nadie que yo sepa ha discutido la importancia de Cicerón como escritor. Cosa distinta es cuando lo consideran como filósofo. Y fue por aquí por donde este buen hombre comenzó a serme bien quisto. Tengo una mente que se obnubila ante cualquier abstracción. Necesitaría, como el joven Törless, que alguien me explicara, muy bien, la raíz de menos uno, cosa que siempre me ha mareado, al igual que el lenguaje filosófico tan rebuscado como artificial. Yo, amante de realidades concretas, era incapaz de ir más allá de Platón. Cicerón me hizo dar un paso un poco hacia delante, o eso creía. Pues no tardé en enterarme de que Cicerón, como filósofo, era un mero divulgador, un voceras nada original: adaptó la filosofía griega al latín, nada más; esa es la conclusión final de quienes lo atacan: la total ausencia de originalidad, de voz propia.
No sé si este segundo paso me vino motivado por mí mismo o lo leí en algún libro e enciclopedia; pero recuerdo que pensé que, en aquella época, sin diccionarios ni gramáticas, traducir del griego al latín, una lengua que algunos todavía sostienen que es una lengua de agricultores, seguramente por aquello del collige, o virgo, rosas, traducir del griego al latín, repito, toda la filosofía platónica, o buena parte de ella, no debió ser cosa baladí, ni muchísimo menos. Y por otra parte, me encantaban, y lo siguen haciendo, las obras de Cicerón, Sobre la vejez, Sobre la amistad; y, sobre todo, las Disputaciones tusculanas. Eso sí, seguía sin comprender sus posturas políticas, tan reaccionarias, su eterno apoyo al Senado en contra de Catilina o de cualquiera que atentara contra los inalienables derechos de la aristocracia. No es que César fuera un héroe, pero él vio claramente aquello que Cicerón, y el senado, se negaban a ver: no se puede gobernar un imperio con el mismo sistema utilizado cuando Roma era una aldea de pastores. El imperio romano se estaba resquebrajando.
Todo sistema político, como todo al fin y al cabo, lleva en sí el germen de su muerte. Este se puede alargar mediante las armas, la represión, la televisión y el cine, las trampas y las marrullerías; pero, a la larga, como la  serpiente, o como un cuerpo pálido sometido durante mucho tiempo al sol en la playa, muda aquello que es mudable para seguir viviendo.
La sociedad romana, según me enteré después, en mis pesquisas ciceronianas, era una sociedad muy jerarquizada. Cicerón era un homo novus, un recién llegado, aquel a quien siempre desprecian los puros por no tener, como presumía Sancho Panza, tres dedos de enjundia de cristiano viejo. A Cicerón no le hubiera servido el refrán quijotesco: Sancho, Sancho, no con quien naces sino con quien paces. Cicerón pació con el senado; pero, al parecer, jamás fue aceptado por este: siempre sería el recién llegado. Estremecedor me resultó, siguiendo con estas pesquisas, leer el discurso de Mario, otro homo novus, reclamando al senado, para sí, la jefatura del ejército a fin de emprender la guerra contra Yugurta. Ahí ya está todo dicho: yo me he hecho a mí mismo, viene a decir Mario; ellos, por el contrario, los nobles, nada han hecho que no sea nacer en el seno de una determinada familia. Y quizás por eso, por saberse unos inútiles, se cierran en banda, y defienden sus privilegios hasta la muerte y más allá. Mario sucumbirá, al igual que Cicerón. Los nobles añejos serán muy cortos y poco inteligentes; pero tienen el poder y el ejército, y no se andan con chinitas cuando ven peligrar sus propiedades.
La ambición es lo único que, al parecer, no tiene límites ni fondo. Hemos visto casos actuales en los que el corrupto ha robado tanto que necesitaría tres o cuatro vidas para gastar todo aquello de lo que se ha ido apropiando. Algo similar sucedía con los senadores romanos: amontonaron tierras, propiedades, casas, algunos de ellos hasta tres o cuatro, esclavos, valles y montañas, en tanto la plebe se moría de inanición y tenía que esperar el reparto de trigo con cargo al tesoro. Los Graco intentaron poner remedio a la situación; pero, también, como los anteriores, fueron asesinados. Y todo, al parecer, siguió igual. Hasta que se produjeron las disensiones entre Marco Antonio, el sucesor de César, y Octavio Augusto, heredero de César. Y el imperio dejó de ser una República. Entre tanto, Cicerón ya había sido ejecutado. Antes de su muerte, sus enemigos emplearon contra él todo tipo de subterfugios: lo acusaron de haber hecho matar a los seguidores de Catilina sin haber sido sometidos a juicio. Pura hipocresía. No hay más recordar las actuaciones del Senado en la guerra contra Viriato y contra Numancia.
No se puede juzgar a un hombre sin conocer su contexto. No recuerdo quién, algún senador romano, creo, al ir a ser juzgado pidió que los jueces fueran de su misma edad, pues de ser jóvenes hablarían dos lenguajes diferentes, partirían de postulados distintos, y, tal vez, irreconciliables. Sin duda tenía razón. Entre Cicerón y nosotros han pasado unos cuantos siglos. Cicerón hablaba una lengua distinta a la nuestra, y su época era diferente a esta en la que estamos. No por ello Cicerón deja de ser comprensible, como cualquier otro personaje. Quizás lo más importante para ello sea despojarnos de nuestros prejuicios, y echar mano de nuestra imaginación para “vivir” en su momento, y ser capaces, hasta donde podamos, de meternos en su piel. Al fin y al cabo hay situaciones que nos aproximan a todos, pues no han cambiado lo más mínimo. Sentí una enorme simpatía por Cicerón cuando este, solo, nunca más solo en su vida, llora la muerte de su joven y querida hija. Por lo demás, tal vez Cicerón no viera nada más allá de defender sus privilegios de homo novus, que tanto le habían costado lograr. Es posible que le faltara un toque de humildad, de filosofía estoica, de la noción de que debemos devolver aquello que tenemos todos de prestado, hasta la vida, y que tenemos que dejar aquí. Aun así cuántas cosas por conocer y comprender de Cicerón y de muchos más. Pensado en ello siempre me viene a la mente el famoso poema de Borges, cito de memoria: “yo, que tantos hombres he sido, jamás fui aquel en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach”.

Ni Matilde Urbach, ni Deborah Kerr, ni muchas otras, por supuesto. Tantas cosas por comprender y entender; tantas mujeres que nunca nos amarán, y tantas y tantas cosas que nos moriremos sin llegar ni siquiera a vislumbrar. La vida misma: un pequeño circulito del cual no podemos salir. Demasiadas limitaciones. Y eso que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, dicen. No hay más que pedir. Vale.

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