En este sentido se manifiesta aquel ingenioso
verso del Mimo: “Al disputar en exceso la verdad se diluye.”
Juan Luis Vives, Las disciplinas
La película de James Vanderbilt no aporta nada
nuevo. Lo cual no disminuye su calidad, ni mucho menos. No es tampoco una gran
película, aunque tendríamos que definir lo que entendemos por tal. Sí que
mantiene un buen ritmo a lo largo de toda la proyección sin que el interés por
cuanto sucede en la pantalla decaiga en ningún momento. No es poco.
Esta película, magistralmente interpretada por
todos los actores que intervienen en ella, viene a contar la vieja historia de
David contra Goliat. El tema no es nada nuevo, como se puede ver. Lo novedoso
en este y otros casos siempre está en la forma de abordar ese famoso duelo que
tantas obras ha inspirado. Aunque siempre el final es previsible: o David vence
a Goliat, con ayuda divina o porque le interesa así a otros poderosos, o David
es triturado por el poder con el que se ha enfrentado porque así lo pide la
lógica de los hechos, es decir el poder, el dinero, el silencio cómplice, y el
coro de ayudantes, que nunca falta.
La película está basada en un hecho real: el
descubrimiento por parte de una periodista, Mary Mapes, de los movimientos de
la familia Bush para que el hijo primogénito, presidente luego de los Estados
Unidos de América, no fuera, como de hecho no fue, a la guerra de Vietnam. Qué
lejos quedan aquellos tiempos en los que el rey, espada en mano, iba en cabeza
dirigiendo al ejército. Ahora el valor lo tienen que demostrar los marginales y
marginados, los que no tienen forma de escaparse; y que tal vez, así, matando y
haciéndose matar, dan rienda suelta a todas las frustraciones que su propio
país les ha generado o, cuanto menos, permitido. Pero no es de esto de lo que
se ocupa la película de Vanderbilt. Esta se ocupa de un hallazgo, de una
mentira, por parte de un poderoso para huir de una triste obligación a la que
mandó, no obstante, a miles y miles de ciudadanos americanos. Y que perdieron
la vida cuando no la dignidad. Es a partir de ese hallazgo, de esta mentira,
cuando se ponen en marcha un grupo de periodistas para documentar dicha
falsedad, para buscar pruebas y poder lanzar la noticia.
Es una regla aceptada, en toda sociedad
civilizada, y habría que hablar de lo que entendemos por esto, que no se puede
acusar a nadie sin pruebas. Por lo tanto lo primero que hace el poder, si es mínimamente
inteligente, es tener a mano una trituradora o, mejor todavía, un pequeño horno
permanentemente encendido. Las trituradoras, con los avances de la ciencia, no
son muy de fiar, como se ha demostrado recientemente. Con ellas al alcance de
la mano se hacen infinidad de tropelías, desaparecen las pruebas, y aquí paz y
allá gloria. Cierto es que, tal en la vida real, y desde luego en el cine,
siempre aparece alguien que no está de acuerdo con el poder; que este tal se
guarda documentos comprometedores cuando van a triturarlos jugándose el puesto
y la vida, que acude a un periodista no menos virtuoso, y ya tenemos el nudo de
la cuestión. David contra Goliat.
David, por regla general, no tiene un periódico,
como podía tenerlo Larra en la España del siglo XIX. Y David quiere que su
noticia tenga la máxima audiencia posible. David, gracias a Dios, trabaja de
periodista en una gran cadena de tirada nacional. Pero esa gran cadena, de
televisión o de periódicos, no lo olvidemos, es un negocio, una empresa que no
ha sido creada para decir la verdad sino para producir ganancias. Enfrentarse
con el poder, con un presidente, puede resultarle muy caro. Aunque también, y
con un poco de suerte, propiciar enormes beneficios. Si la verdad y el dinero
se alían tendremos el triunfo de la justicia, y a todo el mundo se le hará la
boca agua hablando de la grandeza de la democracia. Caso contrario, que el
Señor se apiade de quien robó las pruebas y de quien las difundió basándose en
evidencias que claman al cielo, pero que no aceptan los poderes, siempre con
las espaldas bien guardadas por bufetes y bufetes de abogados.
No obstante, si no me falla la memoria aquí en
España, recientemente, aunque nosotros no llevamos sobre nuestros hombros
tantos años de democracia como los americanos de EEUU, también se ha condenado
a personas por evidencias más que por pruebas: últimamente el ir a comprar
ciertos medicamentos a una farmacia es un acto que uno tiene que pensar
detenidamente. Está claro que la pregunta surge de inmediato: ¿Para qué tantos
medicamentos en una casa particular? ¿Quién los tomaba? Y encima resulta que
restos de ellos han desaparecido, o estaban, en las entrañas de la víctima. Hay
colillas porque alguien ha fumado.
¿No estaba el poderoso, volviendo a la película,
en edad militar? ¿Por qué no fue a la guerra de Vietnam? Son preguntas
interesantes; pero la democracia exige que se aporten pruebas. Comienza la
carrera para buscar a quien quiera hablar. ¿Quién se hacía cargo de la
trituradora? ¿Quién encendía el fuego del horno donde se quemaban los
documentos comprometedores? ¿Quién era el encargado de llevar allí todos esos
documentos? Y es así como aparecerán los otros personajes del drama: el que no
quiere saber nada, deseoso de llevar una vida tranquila y sin complicaciones;
ha visto unas cosas, sabe otras, y no quiere participar en nada de nada. Al que
Dios se la da, san Pedro se la bendiga. ¿Está en su derecho? La periodista que
busca la verdad puede hacerlo dudar, puede el otro acceder a que le graben
alguna conversación; pero cuando comiencen las amenazas, las advertencias, que,
desde luego, casi nunca se pueden probar, vendrá el volverse atrás, el
consabido me tomé una copa y me subí a la parra. Y que todo termine ahí y no
haya que recurrir al suicidio asistido. Sin huellas ni pruebas, por supuesto. Si
no las hay, todo son suposiciones.
David lleva todas las de perder, y pierde. En la
película hay un leve apunte, desarrollado en dos geniales películas, que
recuerde, sobre la intervención de la gente de la calle en estas historias de
poder, justicia y dinero: siempre habrá quien, por el medio que sea, dedique insultos
y lindezas a quien se ha atrevido a destapar lo que huele. Siempre habrá
alguien que estará convencido de defender la verdad, y de que tiene razón, y
para demostrarlo se deshará bramando contra quien trató de investigar, de
llegar a la verdad. Las películas a las que me refiero, y que recomiendo
encarecidamente, son Furia, de Fritz Lange, e Incidente en OX-Bow, de
William A. Wellman. Nunca, que sepa, se ha expuesto con tanta crudeza lo que
puede hacer una jauría humana; y así con esta evocación me evito hablar de otra
película también digna de verse. Todas tres americanas.
No se libró de insultos y lindezas, por supuesto,
la periodista que destapó el caso de la familia Bush, como no se libra hoy en
día quien se atreva a opinar en cualquier periódico. Si su opinión no coincide
con la de alguien, cosa muy lógica, tiene asegurado el insulto y la
descalificación, el duelo a garrotazos, típicos de este país. Todos en defensa
de la verdad.
Y es curioso que se pidan pruebas para unas
cosas, y se obvien en otras. No hace mucho un periódico catalán publicó quién
es el novio de cierta señorita que ha tenido un cierto éxito en las elecciones de
dicho pueblo. No faltó el lector que vino a comentar que los periodistas habían
tardado treinta años en descubrir los tejemanejes del poder, los continuos
robos por parte de todo un clan, y un partido, en el poder, y sólo cinco días
en saber con quien sale o entra dicha señorita. Este poder, siempre envuelto en
el patriotismo, como todos, robó y saqueó, al parecer, sin mesura ni concierto.
Los han jaleado y los siguen jaleando. A ellos y a sus convecinos de Madrid:
entre unos y otros han dejado a la gallina en los puros huesos, sin plumas y
cacareando. Y ahora resulta, en tanto se discute si nos vamos o nos quedamos,
que las farmacias catalanas no pueden suministrar medicamentos porque el estado
hace cuatro meses que no les paga, y ellos no los pueden comprar, ni regalar. Y
no hablemos de los dependientes. Es genial.
No le falta razón a la protagonista de La
verdad, cuando ante una comisión formada por los mejores letrados del país,
y cuya misión es hundirla a ella, dice que los leguleyos han sido contratados
para enredar con la ley, con sus minucias, sus argucias y sus tonterías.
Buscan, con sus elegantes trajes y lujosas carteras, diluir la verdad, que se
olvide el problema, o que el problema pase a ser la periodista, y su inadecuado
uso de las fuentes, y no el fraude cometido por el poder. Este tiene dinero, y
medios, por lo tanto, para volver a su favor lo que tenía en su contra. Y “sabe
[el sabio] que con dinero se compra lo que está en venta.”[1] ¿Y hay algo
que no se venda en esta sociedad? Cuando hay mucho para repartir hasta ponen a
jueces en los puestos claves para asegurarse la impunidad. Poderoso caballero
es don dinero. No obstante, y gracias a los dioses, parece ser que, en contra
de los partidos políticos, y de algunos intereses más que espurios, todavía
quedan personas virtuosas y dispuestas a recibir garrotazos e insultos por mor
de una quimera más que fundada. El Señor nos las conserve por muchos años.
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