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sábado, 13 de febrero de 2016

SOBRE ALGUNOS LIBROS, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España



Al grupo Latini plus ultra. Ad multos annos.

Pueden encubrirse las acciones secretas; mas es defecto imperdonable el callar lo que todo el mundo sabe y las cosas que han tenido consecuencias públicas y de tal envergadura.
Michel de Montaigne, De los libros, en Ensayos.

A menudo al sacar la red del mar, el pescador, que sólo goza de una diminuta embarcación, se percata de que no hay nada entre las mallas, salvo gotas de agua que se van deslizando y volviendo a donde salieron. Cree, tal vez por no perder la esperanza, que no se ha detenido en el lugar adecuado; mueve un poco la barca, y vuelve a lanzar la red. Si hay suerte, se pude topar con un diminuto pez. Y este pez en su interior puede llevar no el famoso anillo de oro arrojado por un rey al mar sino, lisa y sencillamente, una nota de apenas dos líneas. A veces es más que suficiente. De ahí puede surgir parte del alimento que se buscaba.

Algo parecido me sucedió el otro día: llevo bastante tiempo intentando recoger noticias sobre un autor de la antigüedad, Aulo Gelio, quien, últimamente, ocupa mis días y mis noches. Ninguno de mis conocidos me ha podido informar de biografías, estudios, o aproximaciones, sobre este hombre. Pero este verano pasado volví al cursillo de latín del CAELVM, celebrado en Madrid. En la clase en la que estuve, el último día alguien pasó un folio para que apuntáramos nuestra dirección electrónica y número de teléfono. Poco después empezó a funcionar un grupo, por el móvil, que planteaba dudas y que, a veces, las solucionaba. Decidí aprovechar la coyuntura: eché la red, y tuve suerte. Me contestó un compañero dándome dos o tres indicaciones. Aquello fue el hilo de Ariadna, el pez con la nota en sus entrañas.
Entre los libros de los que se me hablaba mi compañero, centrado en Gelio, había uno que había visto en repetidas ocasiones en la librería que suelo frecuentar. Es un libro delgado, fino, de apenas 200 páginas; una selección de las 600 y pico que componen la famosas Noctes atticae, de Aulo Gelio.
No me gustan las selecciones, así que, tras sopesarlo, antes de recibir la nota de mi compañero, lo devolví a su estantería. En la nota que me llegó, cuando consulté a amigos y conocidos, me hablaban de este libro no por la excelencia de su traducción o por lo acertado de la selección, sino por el prólogo, el breve estudio inicial que podía ser, para mí, el cabo del hilo del cual comenzar a tirar. Todavía reposaba en la estantería donde lo dejé días atrás. Esta vez me lo llevé.
El prólogo está concebido del modo y manera que no es de mi agrado: en lugar de centrarse en Gelio, vida, amistades, lecturas, amores, problemas... cuenta los ecos que este ha tenido en la literatura actual, cosa que a decir verdad me interesa bien poco. No era eso lo que buscaba. No obstante, era tal mi deseo de informarme sobre Aulo Gelio que fui capaz de leer y terminar el dichoso prólogo no una sino dos y tres veces. Y despertó mi interés precisamente, como se apunta en él, por su maestro y por uno de sus discípulos, es decir por Plutarco y Michel de Montaigne.
Los autores clásicos, griegos y romanos, los he conocido ya de bien mayor. En mi juventud quedaron reducidos a varias traducciones, a algún examen sobre cuestiones muy generales, y a poco más. Tuvo que pasar mucho tiempo para que me planteara leerlos en serio y en su lengua original. Puedo datar, más o menos, cuándo se despertó en mí este interés que no sólo perdura sino que se acrecienta con el paso del tiempo. No me sucede lo mismo, sin embargo, con el interés que siempre he demostrado por Michel de Montaigne. No recuerdo porqué leí a este autor, aunque sí sé que lo hice en una edad relativamente temprana. Tenía entonces una edición de los Ensayos hecha con una letra infame por lo diminuta que era. Pese a ello leí varias veces aquella edición. No había página que no estuviera subrayada Tampoco recuerdo porqué, al cabo de un tiempo, se me volvió a despertar el interés por los Ensayos. Cuando sucedió ya estaba trabajando, tenía dinero, y me compré otra edición con una letra bastante más asequible. Estuve dudando entonces si comprarlo en original. Las dudas me duraron poco tiempo: Montaigne vivió en el siglo XVI, e imaginé que iba a tener muchos problemas con el francés de aquel tiempo. Conozco a Montaigne, pues, a través de traducciones.
Envidié a Michel de Montaigne desde la primera vez que lo leí. Fue una envidia sana motivada por su dedicación, casi exclusiva, a los libros. Aquel era para mí el modelo de vida. Pero no solamente Motaigne es digno de envidia por esa dedicación sino por haber tenido la enorme suerte de saber antes el latín que el francés. Conoce a los autores contemporáneos, y los cita; pero su fuente de inspiración, sus verdaderos maestros, están en Roma y Grecia. No dominaba el griego, sin embargo, y leyó a Plutarco en una, o varias, traducciones.
Plutarco pasa actualmente por ser el padre del ensayo moderno. Su continuador sería Michel de Montaigne. Ni a Plutarco ni a Montaigne, como ya he dicho, los he leído en el original. No obstante, los dos han hecho mis delicias, y a los dos los he leído en repetidas ocasiones. A quien sí he leído en el original es a Gelio, otro apasionado de los libros quien también se ha convertido en mi libro de cabecera.
Los tres se convirtieron para mi en modelos a seguir. Pero en mi juventud tuve que soportar infinidad de discusiones por eso: mis amigos y compañeros los veían alejados de la lucha por la justicia, de la vida real, poetas en sus torres de marfil. Hablaban sin haberlos leído, por supuesto.
Desde hace algunos años no discuto absolutamente con nadie. En mi casa, ya de bien pequeño, oí una anécdota que el paso de los años me ha devuelto: un señor le preguntaba a un tal don José: “Don José, ¿por qué está usted tan gordo?” “Porque no discuto con nadie” -respondía el hombre- “No será por eso” -le replicaban-. “Pues no será por eso” -concluía el tal don José.
Durante una época de mi vida discutía con todos y por todo: no sé si quería convencer a los demás o convencerme a mí mismo de mis propias ideas. Tampoco los otros me iban a la zaga. Recuerdo con especial cariño las interminables discusiones con una amiga. Trataba de convencerme de que el saber que no se comparte es un saber inútil, algo así como la fe sin obras, o la teoría sin la praxis. No sé hasta qué punto se puede considerar la publicación de un libro como praxis, lucha o protesta. Si es visto así tanto Plutarco como Gelio y Montaigne pueden ser considerados como hombres de acción: ninguno de ellos se reservó el saber única y exclusivamente para su gozo y disfrute sino que trataron de extenderlo por todo el mundo. Ignoro la repercusión que tendrían entonces los escritos de estos hombres. E ignoro la repercusión que tienen en estos momentos. Es difícil dilucidarlo.
Tampoco sé la facilidad que tendrían entonces para publicar un libro ni a quienes llegarían o dejarían de llegar, aunque esto, posiblemente, sea lo más fácil de solucionar. Sé, por otra parte, que Montaigne fue nombrado alcalde de su demarcación, que ejerció como tal, y que, al parecer, todo el mundo quedó satisfecho con él. ¿Tuvieron Plutarco y Gelio cargos públicos? ¿Desempeñaron alguna magistratura o algo similar? ¿Supone, en caso de contestar afirmativamente a la pregunta, que ambos fueron hombres de acción? ¿Han cambiado sus libros algo de este tan desigual mundo? ¿Han hecho a los hombres mejores de lo que son? No lo sé. Sé que, a veces, leyéndolos, da la impresión de que la humanidad ha avanzado bien poco, desde el punto de vista espiritual, por decirlo de alguna manera. El hombre sigue siendo igual a sí mismo. Es cierto, no obstante, que se recubre con un ligero barniz de modernidad, de haber superado algunas cosas; pero en cuanto caen cuatro gotas y se resquebraja ese barniz, vuelve a surgir el viejo habitante que llevamos dentro y que, al parecer, no cambia de rostro, gesto ni soluciones.
Puede resultar deprimente, y divertido, leer a estos viejos ensayistas y percatarse de que ya planteaban problemas que siguen, todavía hoy, sin solución. No tiene desperdicio al respecto, lo que Aulo Gelio cuenta sobre la corrupción: los legados de Mileto se enfrentaron a un poderoso Demóstenes, quien se negaba a que Atenas los auxiliara en su guerra, cuando estos fueron a pedir su ayuda. Demóstenes, esa misma noche, tras recibir la visita de los legados, se quedó afónico. Al parecer los milesios gozaban de poderes mágicos. Poco después, un día, el actor Aristodemus fue a visitar a Demóstenes, y este le preguntó cuánto había ganado por su última comedia. “Un talento” respondió el actor lleno de orgullo. “Yo gané más por callar” -le respondió Demóstenes.
Si por una parte estas noticias, y otras similares, pueden resultar deprimentes por cuanto todo se repite, o por cuanto nihil novum sub sole, no deja de llamar la atención lo moderno de algunos de sus artículos o capítulos, los referentes a las etimologías, al estudio de las palabras, a la discusión de si el lenguaje es natural o arbitrario, etc. Y quizás resulten novedosas, como se ha apuntado maliciosamente, por cuanto se guarda silencio sobre cosas que se afirman en artículos y universidades, presentándolas como recientes descubrimientos de algún cerebro, cuando ya lo dijeron ellos, Gelio y muchos de los que nos precedieron. Muchas veces la originalidad consiste en haber leído lo que los otros desconocen.
Ignoro si Plutarco, Gelio y Montaigne se propusieron con sus libros cambiar el mundo. No lo creo, desde luego. Fueron los tres, eso sí, unos verdaderos amantes de los libros, como también lo fue Ricardo Bury, autor del Filobiblión o muy hermoso tratado sobre el amor a los libros. Los cuatro dejaron constancia de ese amor, de sus múltiples lecturas, y de la necesidad de llegar a comprender al hombre a través de sus más excelsas obras, y del lenguaje. Al respecto, son infinitos los capítulos que Gelio dedica a la filología, tantos como a la historia, a la crítica de la absurda fantasía, que trata de pasar por ciencia, o de aquellos autores, como Séneca, que no le gustan. Todo absolutamente razonado. No creo que se le pueda exigir nada más, máxime teniendo en cuenta que tanto él como Plutarco y Montaigne dejaron una ingente obra escrita, no ya por el volumen sino por la importancia. Que sean algunos de ellos autores de segunda o tercera fila, como se les apellida en artículos y ensayos, es algo sin importancia. Eso, al fin y al cabo, lo determinan personas, y las personas nos equivocamos, y los tiempos cambian.
Tampoco es ninguna novedad encontrar huellas de Gelio en autores actuales. Quizás lo menos novedoso sea comprobar que una obra, como Rayuela, de Cortázar, se puede leer, como las Noctes atticae, en el orden que se quiera. También pueden leerse así los Ensayos de Montaigne, cosa que no añade ningún mérito a los que ya poseen de por sí la obra de ambos. Y nadie se olvida de hablar de la corrupción o de los problemas de su tiempo, son hombres al tanto de lo que pasa, no pretendidos bibliófilos encerrados en una inexistente torre de marfil. Otra cosa es que se les quiera oír, o se aprovechen sus obras para hacernos mejor o más sabios. No basta con decir que somos enanos a hombros de gigantes. Sí, somos enanos, seguimos siéndolo, y así se corta la corrupción más por no perder votos que por la virtud u honestidad en sí; por eso a veces dudo de que nosotros, los enanos, hayamos llegado a los hombros de los gigantes. Tal vez estemos todavía a mitad de camino. Cosa que aumenta el valor, ya enorme de por sí, de Plutarco, Gelio y Montaigne. Nos queda mucho camino por recorrer.
[1]     A, Gellii, Noctes atticae, XI, ix.
[1]     Ibídem, X, iv

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