Uno se
olvida de visitar a las personas queridas. Digo más, aún a las muy
amadas. El tiempo, ese enorme tirano de las horas, va dosificando las actividades y los
intereses a lo largo de los días y así,
poco a poco, nos encontramos tan ocupados que
parece inevitable olvidar aquello que fue tan caro para nosotros en otras épocas.
Ciertas veces, sin embargo, descubrimos que cualquier intento de olvidar es
vano, como si se produjera una conjunción entre el pasado y el presente para
volverse un repentino “ahora”. Aclaro
que todas estas disquisiciones fueron
motivadas por las rosas.
(“Dime qué
hacer, Señor, en esta aurora
cuándo la
pena me carcome el alma
cono
estilete que azuza mi calma
mientras devana
el hilo del otrora…”)
Me levanté temprano. Aquel domingo todo parecía bullir en mi cabeza. En
realidad, la decisión la había tomado la noche anterior mientras cortaba las
rosas de la casita del puerto. Ya les
había “echado el ojo” para los floreros de mi casa porque eran densas, enormes
y rosadas, aunque carecían del perfume de las rojas y aterciopeladas de mi antiguo domicilio de la calle Arenas. Pero eran vistosas y
alegres, con un algo de candor y con resabios de una belleza esforzada, lograda
a “fuerza de pulmón” en medio de
macetones con malvones y geranios. Las
rosas siempre han sido un pequeño tesoro de los jardines humildes, quizá
mucho más significativas que los
preciosos capullos que adornan alguna finca inglesa con natural
disposición y elegancia. Porque estas rosas vistosas, sin perfume
y en gran número, lucían de forma
inusual, desusada, en la diagonal de tierra del sencillo patio de marras. Eso
sí, estaban colmadas de espinas, cuchillos
afilados e hirientes que se negaban a entregar el fruto de su esfuerzo
cotidiano y renuentes a conocer
horizontes distintos de su origen. Luego de algunas pinchaduras y variadas maldiciones farfulladas en voz
baja, logre cortar una buena cantidad de ellas. A cambio, les entregué a las
que quedaban, el beneficio de algunos cubos de agua para que pudieran
reproducirse sin mayores problemas, pese a la merma ocasionada. Corte también algunos helechos, que
derramaban sus finas ramas y tenues
adornos vegetales hacia arriba y a los costados. Satisfecha con el ramo, cerré
la puerta de rejas y me alejé raudamente.
La adquisición de las flores, casi manu militari, confirmó mi irrevocable
decisión (tantas veces postergada), de cumplir con mi proyecto del día
siguiente.
Al llegar a mi casa, dediqué una parte de las rosas para el embellecimiento
de mi sala. Sobre un multicolor florero, alternaron amistosamente las recién
llegadas con las de mi propio jardín. Formaron un delicado centro rosado que
jugueteaba con los diversos tonos contrastantes a su alrededor. En otro
recipiente más pequeño, que usualmente
ubico sobre la mesa de la cocina, puse algunas màs. Quedaron tan bonitas, a mi
juicio, que me tentaron para decorar además el dressoir del living. A
continuación escogí un estratégico hueco entre el reloj de mesa y un trozo de piedra mezclada con amatista que
refulgía con sus tronos violáceos.
Satisfecha con los resultados conseguidos reservé para la visita planeada el resto de las rosas en una vieja olla con
agua. Diluí en ella una aspirina para alargar la vida útil de las flores y dí
por terminada la tarea.
Luego del desayuno, temí que se debilitara mi decisión de realizar aquel
viaje con las rosas. No sé, creo que no
es fácil realizar un encuentro con las migajas
de lo que ayer fuera plenitud y vivencias. Conformarse con el pálido
reflejo de un espejo quebrado, casi hecho añicos, presente y ausente a la vez….
.
(“Melancólico
viaje hacia el encuentro
donde me
enfrento toda, sin decirlo
y en callado
silencio, al escribirlo
desnudo el
vendaval que llevo dentro…”)
Porque mi tormento permanente en este asunto era mi aceptación tácita, interior, de que no
tenían sentido ninguno de los rituales que realizaba. Que con ellos sólo respondía al cumplimiento de
reglas y convenciones establecidas,
ajustadas por el tiempo y el beneplácito de las creencias y la costumbre. Todo ello, me decía, lograba que nuestra
conducta al respecto pareciera “casi” espontánea frente a hechos de esta
naturaleza. En el fondo tenía la
convicción que aunque yo quisiera ser un remolino que intentara perforar un universo paralelo, cercano pero
de imposible acceso, frente a él mis rituales se tornaban algo torpe, incómodo
e inútil. Al mismo tiempo, no podía
evitar un mea culpa por la aparente
indiferencia (¿remordimiento?) que se iba apoderando de mí ante la inminencia
de aquel viaje.
Ya el propio trayecto era penoso ¿O así al menos me parecía a mí, que esas
calles, sucediéndose unas a otras, se sumergían en zonas cada vez más sombrías,
cada vez más solas? No sé qué era, pero mi pecho iba oprimiéndose cada vez más a medida
que me acercaba a aquel lugar donde me
esperaban ¿O en realidad no había ningún interés por mi presencia? Tal vez sólo
se trataba de un espejismo de mi propio deseo.
Todo se confundía, porque en realidad yo tampoco me había declarado a mí
misma que tenía ganas de ir.,
Seguramente todo era obra de las propias
impresiones que uno siente dentro suyo, integradas a la propia existencia, junto con los
dictados que fueron marcándose sobre la
blanda arcilla de las horas infantiles.
(“Este viaje
a ese tórrido desierto
que calcina
los campos terrenales
nos retiene
y atrapa en infernales
abismos de
dolor a cielo abierto…”)
Mis rosas, impávidas, me acompañaban en el asiento trasero del coche que nos conducía hacia el sitio. Le dí una ojeada a
la bolsa de plástico donde estaban alojadas . Las preservé del intenso sol
corriéndolas más hacia mí. Reconocí,
satisfecha, que era mejor estar sola en esta ocasión porque cuando uno debe enfrentar alguna resolución en la que se halla en juego la propia
fiabilidad en temas esenciales, lo mejor
es resolverlos al propio modo. Así, reflexionando,
llegamos. Buscar entre las calles 5 y 6 el número 33 no fue tarea fácil. Tal
como acontece en las más modernas metrópolis,
donde los cuerpos de los edificios de departamentos son similares, a mí me costaba encontrar el punto. Mientras lo buscaba, recordé aquella serie de
la TV española (cuyo título se me olvidó),donde la semejanza de los edificios hace imposible que
el protagonista puede acudir a la cita con la mujer de sus sueños.
(“Busco,
entre todos, el sabor perdido,
el olor
primordial, la mano ardiente,
La miel de
la mañana, la impaciente
constatación
de amor del tiempo ido…”)
Con las rosas a mi lado, poco a poco, la relativa serenidad y hasta cierta indiferencia, fueron cediendo
el paso a la angustia ¡No faltaba más! Ir a cortar las flores el día anterior a
la casa del puerto, mantenerlas
cuidadosamente en el recipiente con aspirina,
viajar tanto tiempo y ahora no poder entregarlas en ese sitio tan alejado
de casa. No podía soportarlo. Era verdaderamente
el colmo. Por suerte, las rosas se mantenían bastante bien, gracias a un resto
de humedad en la bolsa y yo procuraba no cerrar la abertura de la misma para
que el aire las mantuviera lozanas.
Consulté a un encargado del lugar para que me orientara. Con su mejor voluntad, me dio algunas vagas
indicaciones que no me sirvieron de
mucho. Mis rosas y yo continuamos la peregrinación
como si fuésemos camino a Santiago de
Compostela.
Sabía que el vecino de uno de ellos se llamaba Daniel Volpeti ¿ o era
Volpati? La verdad es que dicha información no resultaba de ayuda en estas
circunstancias. Los minutos pasaban y no aparecía ninguno de los buscados.
Al fondo, una construcción de color
amarillo no sé por qué (n o sí lo
sabía) me llamó poderosamente la
atención, como un recuerdo apagado y doloroso. Recordé, mediante esos
circunloquios que realiza nuestra mente cuando quiere eludir el foco de
atención, aquel film donde el asesino
múltiple (me parece que lo encarnaba
Tony Curtis), merced a la labor de un
psiquiatra hipnotizador, enfrenta la
tremenda verdad de su manía homicida,
que permanecía oculta para él en su vida cotidiana.
Caminé, casi sin darme cuenta, en
esa dirección. Un vientecillo fresco suavizaba el calor de las primeras horas de la tarde. Las
grandes arboledas, plenas de verdor estival, mostraban orgullosamente sus
enormes ramajes entre las flores y los
bancos, para solaz de los ocasionales
transeúntes.
De repente, encontré el hábitat del
tal Daniel. Muy cerca, me esperaba uno de los destinatarios de mis rosas.
Pasando una diagonal, casi en perfecto extremo de recta, se hallaba el otro
escenario que me interesaba. Ya segura de mis pasos, pero desarmada por la
emoción organicé como pude las actividades subsiguientes. Abrí la bolsa, saqué las dos botellas con
agua y luego de vaciar el líquido en los recipientes comencé a repartir mis flores.
Tres a los pies, una en la cabecera de él; cinco a los pies de ella,
complementado todo con finos helechos.
(“Parece que
no hay nadie y sin embargo
ellos me
miran hoy, desde su altura
y alivian mi
pesar, esta locura
de negar la
verdad. Hoy me hago cargo
de aceptar
mi pasado y mi presente,
conjugar el
futuro entre las manos
con la
lluvia de amor que desde arcanos
se desliza
sutil sobre mi frente”)
Luego, con el corazón a flor de piel
y los ojos cuajados de lágrimas, contemplé
mi obra. Descubrí, gracias a las
rosas, que volvía a tener significado el homenaje ante las tumbas de mis padres.
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