Venía piloteando mi
vida sin demasiados sobresaltos, huérfano de acompañante y como siempre, todo
lo rápido que me permitía la máquina.
Había verificado que
con tanto kilometraje el vehículo andaba sin esfuerzo en las rectas, trepaba
con autoridad las cuestas, frenaba con solvencia y sobre todo, doblaba como los
dioses.
Ahí estaba la clave,
la sal y pimienta, el sentido de la vida. Doblar pegado a la cuerda rebajando antes
de la entrada, taco y punta y acelerando hasta la salida, volanteando cortito y
firme, sentir la vibración en las entrañas, ese leve fruncimiento del culo y,
sobre todo, zambullirme en lo desconocido esperando que los reflejos y la
mecánica no me dejen de a pie, o peor, vestido de madera. Pero esa tarde, seguí
de largo.
Tenía el auto en el
taller, una nimiedad que no quería dejar pasar. Como me lo resolvían en un par
de horas, en camino al café de la avenida pasé por la plaza del barrio,
frondosa y bien cuidada.
La ví sentada en un banco de madera, con un
estuche que a todas luces era de violín, embelesando el ambiente.
Tanto como para
entrar en materia pregunté, ¿Violín o
viola?
Me miró sobradora y
relojeándome todo el continente me contestó:
--Porqué, ¿usted es
músico, señor?
Con ese “señor”,
cualquier pendeja te deja como para entrar a boxes, sabiendo que aunque para
vos la máquina siga intacta, la chapa se desluce y arruga.
Afronté el riesgo.
No soy intérprete
pero sé escuchar la música del viento doblando por esas curvas, divina –
volantee por puro instinto-.
Se ruborizó y quedó
por un momento, que cronometré en tres segundos cuarenta y un centésimas, sin
decir nada. Me senté a su lado.
Abrió la boca para
hablar. Volví a volantear, ahora para el lado contrario.
Concertista, ¿no es
cierto?, porque tiene toda la prestancia de las artistas.
Acomodó el violín
sobre la falda poniendo sus manos encima. Aproveché:
Lo digo por sus
manos, de dedos largos pero fuertes, para arrancar, con toda seguridad, acordes
maravillosos al instrumento.
Aceleré.
Qué digo arrancar, no
me sé expresar, podría mejor decir extraer, como quien saca miel de un panal,
en un crepusculo dorado y otoñal. En eso hay música.
Sonrió bajando un
poco la cabeza.
Además, la vende esa
postura que tiene, derechita para poder empuñar bien el instrumento; los talones
apoyados para seguir el ritmo con las puntas, los muslos firmes, la cintura
fina, el busto generoso bien erguido, el cuello relajado que contendrá en su
hueco la madera antigua y lustrosa.
Se inclinó juntando un
poco los hombros, revelando el volumen de sus pechos, perfectas frutas que
evalué consistentes, apenas salobres y de piel amorenada y firme.
Mantuve la velocidad
Además ese pelo
sedoso que tiene, cubriendo apenas las orejas pequeñas, acostumbradas a escuchar
las sutiles diferencias de afinación de las cuerdas de día en día; qué puedo
decir de la dulzura de sus ojos, mar
revuelto en reflejo de amaneceres...
Iba por los ojos,
cuando entreabriendo los labios miró hacia el caminito de grava que desembocaba
allí.
Por él apareció otra
piba de igual talante con un estuche de viola, que sin mirarme, como si no
existiera, aceleró, frenó en seco y sacando la sin hueso como un paragolpes
adicional, le zampó un beso de lengua, hurgueteador, prolongado y compartido,
que a mí, me dejó aturdido y sin aire.
--Llegaste justo
amor. El señor me estaba diciendo unas cosas lindísimas, escuchalo, escuchalo,
te vas a divertir.
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