Ludovicus Plinio suo salutem plurimam dat.. Estas palabras de una
de tus cartas me han hecho reflexionar, brevemente, sobre si en muchas de las
“opiniones” vertidas hoy en día, en algunos medios de comunicación, hay falta
de amor propio, de miedo o simplemente de la más elemental de las educaciones.
Estas “opiniones” en demasiadas ocasiones no son sino verdaderas groserías,
zafiedades, cuando no salvajadas propias de otra época, si es que la hubo. Hay
gente tan pobre de espíritu, de educación, y de humanidad, que necesita del
anonimato, o de la compañía de otros, para atreverse a sacar la podredumbre que
lleva en su interior. No menos cierto es que otros, amparados en la inmunidad
del poder, y en la chulería, faltan al respeto a toda persona bien nacida, pues
no hablan sino para ofender.
Se escudan, unos y
otros, en la santísima libertad de expresión. Es el comodín que se utiliza
actualmente para todo tipo de despropósitos, como lo era, para el poder, en
otros tiempos, acusar a alguien de judeo-masón, de comunista o de terrorista.
Cada época tiene sus tópicos. Y sus fobias. Es decir sus justificaciones para
hacer lo que le viene en gana sin rendir cuentas. Basta con utilizar la palabra
clave.
Todo esto viene esto
a cuento, querido Plinio, de las “opiniones” que, recientemente, se han
difundido por las redes sociales como consecuencia de la muerte de un torero,
en la plaza, durante un festejo en Teruel. Vaya por delante, para evitarnos mal
entendidos, que no me gustan los toros, ni, por supuesto, los festivales
taurinos. Por mucho que me los adornen hablándome de Creta, del minotauro, de
los posibles festivales donde jóvenes esbeltos saltaban, sin más armadura que
un taparrabos, por encima del toro cogiéndose, previamente, de sus cuernos,
etc., etc. Ni aun así me gustan los toros. No resulta difícil imaginar la
enorme cantidad de destripados que quedarían en la cretense arena. ¿Era así?
¿Es cierta la existencia de esas proezas o son una metáfora sobre los posibles
sacrificios humanos que se realizaron durante una lejana época? Algo parecido
al tributo de las doncellas al minotauro. Se emparenta ese tributo, por
supuesto, con las luchas de gladiadores y con la muerte, violenta, en el circo.
Estas luchas son, por supuesto, sacrificios humanos. Quizás aplicar aquellos
sacrificios a los toros actuales sea una barbaridad; no lo sé. Pero a mí me lo
parece, que es una barbaridad.
Creo recordar que fue
Agustín de Hipona quien se decantó, en un momento determinado de su vida, por
no asistir a los espectáculos de gladiadores. Y creo recordar que, una vez, por
mediación de unos amigos, cayó de nuevo en la tentación. Se dejó llevar al
anfiteatro; y sin percatarse se volvió a recrear en el atractivo de la
violencia y de la sangre. Sí, es como si estos espectáculos sacaran lo peor de
cada uno de nosotros, aquello que es mejor que no florezca como no sea para
arrancarlo de raíz. Te lo digo porque una vez, a través de la televisión,
también obligado por la compañía, vi un combate de boxeo, donde hay sangre,
poca, pero no muerte. Y para el caso es lo mismo: me di cuenta, a los pocos
minutos de iniciado el combate, de que estaba gozando con aquellas salvajadas
que veía a través de la pequeña pantalla. Y me estaba asqueando de mí mismo.
Abandoné la sala, pues no quise, ni por un momento, participar de tamaño
espectáculo.
Ignoro lo que hace
falta tener en la cabeza, y en el corazón, para recrearse y disfrutar con el
enfrentamiento, a muerte, entre dos personas. No creo, no obstante, que ninguno
de los taurinos disfrutara con un combate de gladiadores, ni creo que sea
equiparable la muerte de un toro a la de una persona. Que alguien, y han sido
más de uno y de dos, sea capaz, a través de las redes, de insultar a una
persona muerta, al torero, por matar toros, de denigrar a su mujer, a sus
parientes, y a todo cuanto se les ha puesto por delante, no da cuenta sino de
la perversión de los tiempos. ¿Tan malo era este torero que la humanidad estará
mejor sin él? No lo creo. Estaría mejor el mundo, desde luego, sin algunas
opiniones, sobre este caso, y algunos otros, vertidas por las redes y los
periódicos. Y estaríamos mejor con un poco más de respeto y educación. Tenemos
una enorme deficiencia en educación, y esa carencia no es achacable a los
recortes.
No creo que el
maltrato animal tenga ninguna justificación. Aun así, querido Plinio, siendo yo
un estudiante de 3º o 4º de bachiller, tuve un profesor de Formación del
Espíritu Nacional, ¡qué tiempos aquellos!, que nos contó, quizás en un intento
de europeizar a España, que los niños españoles no éramos unos salvajes por
tirarles piedras a los perros: ello se debía a que los perros eran portadores
de la rabia, y los mayores educaban a los menores en la necesidad de apartar de
ellos a los canes. De ahí las piedras, los palos y los gritos. No recuerdo que
nunca nadie me hiciera semejante reflexión. Y, desde luego, de crío, en el
pueblo, perseguí a perros y gatos por eras, campos y bancales. Por pura
diversión. Y sí, era muy divertido. No creo, sin embargo, que fuéramos ni
salvajes ni menos personas que nuestros vecinos del norte. Éramos, sí, mucho
más pobres.
No me convenció el
razonamiento de mi profesor de Formación del Espíritu Nacional: dejaba muchas
cosas por explicar. Siempre he vivido por la zona del Mediterráneo, y siempre
en pueblos con mucha afición a los toros. Desde muy pequeño he visto toros
embolados. Tengo que confesarte que me dan pánico. No entiendo cómo hay gente
que se atreve a ponerse delante de ellos, ni qué diversión se puede sacar de
semejante cosa. Pero es que, además, con la excusa del toro embolado, he visto
verdaderas salvajadas con los animales. Una vez, en un pueblo de cuyo nombre no
quiero ni acordarme, a un grupo de jóvenes se les ocurrió meter en un saco a
diez o doce gatos. Y cuando la gente estaba en la plaza, junto a los
burladeros, tranquilamente esperando la llegada del toro, los rociaron con
gasolina, les prendieron fuego y los soltaron. El susto de la gente fue
mayúsculo. Y ya te puedes imaginar cómo quedaron los pobres animales. A mí, la
verdad, aquello no me hizo nada de gracia, y aquel grupo de amigos me
parecieron verdaderos salvajes. Pero no quedó ahí la cosa. En aquel pueblo se
esperaban a que la gente saliera del cine para comenzar el toro embolado. Una
noche, unos jóvenes se apostaron tras una fuente que había frente a la entrada
del cine. Cuando quedaban pocos espectadores por salir, una pareja de ancianos,
comenzaron a sonar una esquila, encendieron los focos de una moto, y empezaron
a gritar como si los persiguiera el toro. La pobre anciana, no viendo donde
esconderse, ya habían cerrado el cine, estuvo al borde infarto. Y el marido
lanzó contra aquellos bestias todos los insultos y denuestos que le pasaron por
la cabeza, y que no fueron pocos.
Otra diversión de
antaño consistía en coger ratas vivas, atarles al cuerpo varios petardos, y
soltarlas en las entradas de algunas casas, siempre abiertas. Ya te puedes
imaginar cómo quedaba el pobre animal y las paredes de la casa. Por supuesto
que estas hazañas siempre se hacían en grupo. Jamás en solitario. Así que uno
debía ser un poco cuidadoso a la hora de escoger amigos, y a la hora de
plantarse y decir no. A veces hace falta mucho valor para ello. Y más, aunque
te parezca mentira, cuando uno es un crío de pocos años y menos recursos. Lo
mismo sucede con las redes sociales.
Por si esto fuera
poco, una vez mi padre me llevó a la plaza de toros de Valencia. Vimos una
novillada. Y un grupo de enanitos corriendo delante del toro. El torero era tan
malo que, cuando entró a matar, le clavó la espada a la vaquilla en el anca
derecha. La muerte de aquel animal fue una carnicería completa. Nunca creí que
costara tanto matar a un bicho. Tengo que decirte que terminé por aborrecer
aquello. Y no entendía que aquel grupo de enanitos se prestaran a que se rieran
de ellos de una forma que a mí me pareció cruel e inhumana. Se lo comenté a mi
padre. Y este fue muy gráfico: “más cornadas da el hambre” -me dijo.
Ya de mayor leí la
biografía de Juan Belmonte escrita por Manuel Chaves Nogales. Un libro muy
recomendable de un autor al que querían fusilar las derechas, y al que las
izquierdas lo veía “fusilable”. Ignoro cuántos, como Belmonte, se hicieron
toreros para huir de la miseria y del hambre, o cuantos han subido al ring por
lo mismo. Pero no creo que ni unos ni otros se merezcan los insultos y las
descalificaciones que circulan por las redes amparadas en la libertad de
expresión. Mucho más animal, más que los propios toros, me parece el energúmeno
que le escribe a una madre que le salió la lotería el día que a su hijo lo
reventaron con una bomba en un tren. En este comentario, como puedes ver, hay
de todo: respeto, miedo, amor propio y educación, mucha educación y
consideración al prójimo. No creo que merezca más comentario. Es suficiente con
lo dicho.
Estas discusiones,
con ciertas salvedades, me han recordado las habidas hace algunos años:
entonces se puso de moda “hacerle la guerra” a los juguetes de guerra. Un día
estaba con un sobrino mío en un parque. El niño llevaba una pistola de
plástico; y el necio de turno la tomó como excusa para encararse conmigo. Lo
hizo como si yo estuviera entrenando a una especie de Rambo o a un asesino
múltiple en potencia. Se puso tan agresivo que casi llegamos a las manos. Fue
lamentable. Yo he jugado siempre, de niño, con espadas de madera, arcos,
flechas, pistolas y puñales. Y me tengo por una persona razonablemente
pacífica, y muy poco amiga de meterme con nadie. Además, sabía que, de niño,
cuando le disparaba a mi primo, por mucho que él se dejara caer en el suelo
llevándose las manos al corazón, se levantaría en cuanto me pusiera encima de
él y comenzara a hacerle cosquillas, situación que, al parecer, ignoran algunos
mayores. Una cosa, pues, es que no nos gusten los toros, y otra muy distinta
denigrar a una persona, máxime cuando ha perdido la vida. Por otra parte, como
decía Azorín, se puede criticar todo sin insultar ni faltarle el respeto a
nadie, ¿no crees? Azorín, como tú y tu tío, no está de moda, por supuesto. Pero
eso no impide que también todo el mundo tenga derecho a leer, tanto como a
opinar. A veces es conveniente comenzar por lo primero. Vale.
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